A la hora de expresar,
prefiero el silencio sobre cualquier cosa. Las emociones conservan
toda su carga nutritiva o destructora cuando no se las calza en
frases rígidas; cuando no es preciso traducirlas con palabras.
Entonces su energía no se disipa. Por eso confío ante todo en lo
callado. En las miradas animales, en los bosques. Aunque supongo que
ese silencio es un prejuicio humano. Un búho metido en una caja, a
punto de ser liberado, se desgañita en naranja y redondo. Un
bosque es un arsenal de conversaciones que se establecen en un rango
de percepción al que tenemos acceso. Pero si puedo no hablar, lo
prefiero. Utilizo el lenguaje articulado porque la técnica del
silencio es compleja y no hemos nacido virtuosos.
Después vienen los
monosílabos. ¿No sería ideal que cualquier interacción pudiera
resolverse en corto? Comunicarnos como Alejandro Magno con su nudo
gordiano: sin desvíos ni objeciones, sin dobleces. ¿Quieres?
¿Entiendes? Y que para contestar no hiciera falta una maraña de
condicionales ni peros.
En líneas generales soy una
persona de síes. Salvo que tenga que coger un avión o quieras
obligarme a una tarea doméstica. Moderadamente afirmativa, si no te
respondo con un sí rápido es porque otro sí anterior me lo impide.
No en toda ocasión me sale naturalmente. Hay veces en que me fuerzo
al sí, porque estar dispuesta a las invitaciones es como ser
trasplantada a una maceta más grande: un momento delicado en el que
tus raíces pueden quedar expuestas o dañarse, pero que genera
espacio. Un sí alineado con tus valores es una yema de crecimiento.
Tampoco abdico de unos
cuantos noes fundamentales. Sigo con mis perennes ejemplos vegetales:
piensa en un pino. Recuerda el volante de ramas muertas que quedan
bajo lo vivo. Y es que no es posible madurar sin renuncias. No: no
hablo de lo que no sé. No añado ruido al ruido. No me pliego
fácilmente a lo superfluo. No digo que sí cuando quiero no, y
viceversa. No cojo el coche si puedo ir andando; no como si no tengo
hambre, salvo que haya chocolate por medio. No me entrego a la
indiferencia. No ensucio. O al menos eso procuro. Porque no, no le tengo respeto
a los absolutos.
Y no, no cederé nunca ante
las simplezas. El silencio es un tesoro. Los monosílabos tienen
poder para zanjar el guirigay humano. Tan valiosos son, uno y
otros, que me duele cuando se pervierten. Cuando el silencio no
expresa la emoción pura, sino que es bozal o mordaza. Cuando la
complejidad se decapita así, zas, con un par de palabras toscas.
Cuando no se dice por cobardía. Cuando del sí acrítico se hace
bandera pirata. Cuando noes zafios caen como obuses.
A primera vista, yo elegiría lo tachado. |
Entonces sí. Entonces hay
que callar y respirar profundamente. Y no tardar mucho en repartir noes bien firmes: no tienes derecho a negar la evidencia; no se perdona semejante altivez; no
se te dispensa salvoconducto de individualidad. Después hablar, hablar hasta que la lengua y los
dedos se nos gasten, darle voz a lo que, en términos humanos, no sabe hacer ruido, trenzar en palabras cada tenue hebra de la
realidad. Y a la espera de que algo cale, abrir unos buenos ojos de
búho, aprender idiomas inaccesibles, añadir tu sí al indomable sí de la vida y, diciéndolo todo, callar.