Hoy se cuela el otoño como una plaga por
el menor resquicio de la casa: los postigos de madera guiñan, las
puertas cojean imperceptiblemente como quizás yo misma, con una de
mis caderas milimétricamente más alta que la otra. Vivimos cerca de
la playa y de los arroyos, sobre un templete vivo de arcilla y arenas
viejas. El suelo moderadamente libre de fajas de asfalto respira, su
perfumado pecho sube y baja, y la casa lo acompaña en su aliento.
Las estructuras pensadas por los humanos para aislarse del exterior
se descuadran: incomodidad diminuta que me incorpora de vuelta a mi
medio.
Y a pesar de que ha amanecido gris y mis
sandalias de goma se ven ya francamente extemporáneas, después del
desayuno yo he vuelto a ocupar mi trono. Uno de mis tronos, porque
los reparto aquí y allá, como quien teme poner en una sola cuenta
todos sus ahorros. Este en el escalón de entrada a la casa. Aquel en
la horquilla del más acogedor de los aguacates. Uno a la sombra de
tres quejigos en la intersección de tres caminos boscosos. Uno en un
cambio de rasante de la carretera que llega a Jimena. Otros tantos
que ya te iré contando. Soy reina de un territorio desmenuzado y
echado al aire con un soplo.
Hoy, como ayer, mi espalda se apoya en
una puerta que todavía recuerda a troncos. Este porche mira al este.
Sé que el sol anda por ahí escondido. Es algo que habría que
recordar siempre, en días sombríos o por la noche. Ayer fue todo un
espectáculo: la mañana recién desenvuelta de su papel de regalo,
estallando contra las hojas de los árboles. Algarrobo, palmera,
higuera, azufaifo. Como en los coches de choque de la feria: golpe y
risa. Imposible seguir leyendo cuando cada hoja tiene a su alrededor
un aura de santo. La utopía es vegetal, pensé tontamente, al
levantar los ojos del libro.
Creo que al mismo tiempo acierto y me
equivoco. Creo efectivamente que la salvación está al abrigo de las
plantas, de su actitud y de su mecánica. Creo que emular en lo
posible la autosuficiencia vegetal, la generosidad con que las
plantas transforman el medio en provecho del resto de seres vivos del
planeta, el modo en que su poder absoluto se camufla con mansedumbre,
constituiría la terapia menos lesiva contra el cáncer galopante que
los humanos somos.
Creo, pero no más en términos de
utopía. A la utopía hay que esperarla hasta que el impulso del
corazón se detiene y la misma memoria se olvida. La utopía se
cuenta en edades geológicas y distancias espaciales. El edén es
una quimera que luce bonita y útil en historietas con moralina. Yo
creo en una solución vegetal como creo hoy en el sol oculto tras
pesadas mantas húmedas de nubes. Anda ahí, aunque no pueda verla ni
vivirla inmediata ni expresamente.
Fe y listas de mandamientos. Últimamente
estoy devota. Pero la mía es una religión pragmática. No quiero
advenimientos. No pienso quedarme aguardando, abrazada a una
esperanza vacía y reconfortante. El reino de lo verde ya está aquí,
nos rodea, nos sostiene y nos penetra. Convertirme en una planta
frondosa y propagarlo: ahí reside mi vocación ahora.
Se empieza siendo humilde como perejil y hierbabuena en un vaso |