Despierto sola en una
habitación de hotel por vez primera, y paladeo ese batiburrillo de vulnerabilidad y audacia
característico. Desayuno mirando a la calle San Francisco con cierto
aire mundano, y después, de camino a mi edad adulta, le voy
declarando amor incondicional a cada piedra rubia de Cádiz. Sin
darme cuenta llego a donde tengo que estampar mi firma, porque así,
sin darme cuenta, es como hago entonces las cosas. Conozco al que con
el tiempo se convertirá en un referente y en un ejemplo de decencia
y compromiso. Ese día sólo es el primer agente de medio ambiente
con el que me topo en la vida, y supongo que no le causo la mejor de
las impresiones. No tengo vocación ni fuste, ni pajolera idea de
adonde me meto. Pero mi reloj laboral se ha puesto inevitablemente en
marcha.
Primer trienio, o la
médula. En esos primeros tres años está todo. Son semilla, la
urna que se coloca bajo la primera piedra de una obra. El hierro
marcado a fuego. La impronta. Cada día es el comienzo de algo.
Comienzo, por ejemplo, a entender otros idiomas. Río, arenisca,
árbol, vaca. La elocuencia del mundo me arrolla. En cada curva de
cada camino escucho: sal del coche, entra al bosque, deja que la
belleza y el miedo te toquen. La niebla empieza a caérseme de los
ojos. Son tan cansinos los soliloquios. Ante todo, me hago porosa. Me
entrego al chaparrón con los brazos abiertos. No hay un día que, de
modo más o menos consciente, no recuerde aquellas sendas, aquellas
sombras. Aquel desamparo y aquel consuelo. Aquella infancia recobrada
de pertenecer a un paisaje.
Segundo trienio, o el
desarraigo. Pero una soledad fiera me siguió el rastro y para
que no me hundiera el colmillo todavía más adentro, elegí la huida
como respuesta. En momentos críticos no me bastó el arrullo del
verde. Tiré la toalla, dije adiós a lo mío y me fui en pos de los
humanos. A suelos sin yerba, a la ciudad estridente. Creo que faltan
terminos psicológicos para nombrar lo que no es desdicha pero casi.
No indiferencia pero casi. Tampoco añoranza pero casi. En aquel
tiempo dejé que me zarandearan las corrientes. Como quien se monta
en un autobús, cierra los ojos y se aísla, auriculares mediante. Lo
que veía apenas me agarraba. El uniforme me hacía rozaduras por
todas partes.
Tercer trienio, o avistar
tierra. Entonces yo, semilla al viento, diente de león soplado,
encontré suelo donde echar raíces, y no fue en un lugar sino en
alguien. Sin aquellos años anteriores no hubiera sido posible. Sin
la toma de posesión y la huida previas. Las prendas verdes se
multiplicaron por dos en mi armario y a mis pasos les creció un eco.
El madrugar se hizo pauta y el trabajo se volvió un asunto austero y
digno. Mi compañero de desayuno, cena y guardias me enseñó a
reconciliarme con el deber, me enseñó sobre todo el valor del cuidado. Y lo cotidiano se hizo ética.
Cuarto trienio, o la
madera. El brote tira hacia arriba, despunta de la tierra, crece.
El tronco se lignifica y aprende así a soportar embates. Gana en
aplomo y en transigencia. Su movilidad se limita pero, a cambio,
aprende a intercambiar virtuosamente con su medio. La robustez lo
vuelve mucho menos exigente. Así aprendí yo a vivir estos años.
Dejando de reprocharle al paisaje sus carencias. Curándome sin
apenas darme cuenta de aquellos casis.
Quinto trienio, o el
sentido. Y entonces te das cuenta de que estás donde tienes que
estar, en este instante. De que trabajar puede ser algo más que
levantarte de la cama cuando no quieres, cumplir decentemente con lo
que se te encarga y hacer hora hasta el día siguiente. Se produce
una alineación milagrosa entre tu obligación, tus valores y tus
capacidades. Lo silvestre te reclama de nuevo y tú lo atiendes en
cualquier parte. En la oficina, sobre el asfalto, a cinco grados bajo
cero o a cuarenta. En olivares embarrados, en el ala rota de un búho,
en los gusanos glotoneando cadáveres. En cada bache, cada zorro
atrapado en un lazo, cada árbol que pese a su soledad rebrota. En la
generosidad de compañeros admirables.
Hoy hace quince años que
empecé a hacerme adulta y atenta, y ya no dudo de si caerán más
trienios, como entonces, sino qué subtítulos llevarán los que
vengan. Sólo espero que, si vuelve a verme, aquel primer agente
pueda decir por fin: esta tipa ha encontrado algo así como una
vocación, tiene cierto fuste y quizás también alguna idea.
La ocasión merece que me salte mi norma de no mostrarme, y mucho menos de uniforme. |