Cuando el absurdómetro se
dispara y los “por qué” y “para qué” invaden mi mente como
jaramagos en los solares; cuando me desboco y me doy cuenta pero no
puedo pararme, igual que cuando sueño que conduzco un coche sin
saber realmente; cuando la vida bien aprendida se pega a las paredes
del corazón como sarro; cuando no comprendo nada; cuando comprendo
demasiado a la ligera y se me olvida sorprenderme; cuando soy capaz
de inventarme un catálogo de excusas para vivir, digamos, al sesenta
por ciento; cuando me aburro de ver siempre el mismo ciprés
harapiento al otro lado de la ventana, el mismo naranjo mal podado;
cuando las personas se aíslan detrás un foso de palabras; cuando
una pantalla tras otra pantalla tras otra pantalla; cuando me
envenena la cháchara:
Entonces abro mi libro de
David George Haskell. Verbo bien trabado como el caldo en un guiso de
abuela. Mano fría en la frente. Ojos dialogando con ojos. La luz de
una iglesia sin llagas sangrantes ni vidrieras. Esa sonrisa que se
basta a sí misma para decir “podéis ir en paz”, para que te lo
creas.
Da lo que promete, y con
propina. Su subtítulo propone Un viaje por las conexiones de la
naturaleza, pero como todo viaje que merece ser contado, el
viajero termina siendo lo mismo que el camino. Ese es el regalo
extra: tú, lector, no te limitas a admirar el tapiz apretadísimo de
las cosas de ahí afuera, sino que eres anudado a la trama y pasas a
ser parte del dibujo. La naturaleza revelada es una red, pero tú no
eres el pez atrapado en ella. Eres uno más de los infinitos nodos.
Eres parte inseparable. Eres el libro y eres naturaleza.
Y por eso el libro me apela
y me explica, y yo acudo a él a veces como si fuera una forma de I
Ching. Esto eres, esto puedes ser, apunta, según el talante con que
lo abras. Puedo ser la necia que cree que la arena es roca y ahí
construye, o la palmera que surfea playas arrasadas por temporales y
ha aprendido a crecer en medio del cambio. Puedo ser el olivo
añoso y hueco, el tronco original ausente, las ramas dando sombra y
fruto a partir de brotes de raíces que sustituyeron al
crecimiento antiguo. Mi configuración puede ser flexible y al
mismo tiempo estable. Puedo ser distinta y la misma. Una sola y el
todo. La misma cosa que el silencio o el ruido. Puedo mordisquear los
jaramagos antes de que se marchiten. Puedo ser yo y lo que hay detrás
de la ventana, el polen del ciprés y las naranjas de un árbol
descuidado que sigue floreciendo, dialogando con el cielo y las
abejas, fructificando.
Descuidados y sin más programa que su impulso. Como la de detrás del vidrio. |
Y puedo no imitar a la
naturaleza, sino serla. Seguir así el impulso irrefenable de la
vida de convertir la luz solar en canción. No hay solamente una
forma de hacerlo. Resonará o no en tu cerebro en forma de estas
palabras. Seguirá el ritmo de mis pasos y mis saltos. Será un
latido discreto cuando esté tumbada en la cama y callada y parezca
que no hago nada. Hará dúo con tu respiración.
Que gusto volver a un libro y mezclarse con el paisaje, ser parte de él. Hay días que uno se ve fuera de todo y mejor no mezclarse con nada ni nadie. Vaya a ser que se empeore todo.
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