Betty interrumpe su marcha
renqueante y terca para esperar de nuevo a su marido. Después de tantos
días varada en casa, con una pierna en alto y la lluvia furiosa
asediando las ventanas, no está tan impaciente como podría
esperarse. Por un instante se alegra de que Geoffrey tenga aún más dificultades que ella. Lo oye gruñir como un oso recién salido
de su letargo, muerto de hambre y con los dolores propios de haberse
pasado cinco meses acostado. Ni siquiera parece acordarse hoy del
sagrado sigilo que siempre le exige cuando va al encuentro de los
pájaros. A Betty este nuevo ritmo no le parece mal del todo, la
humildad a la que sus respectivas cojeras les obligan. Alza la cara
al sol y cierra los ojos. El tobillo malo hormiguea, como si fuera
especialmente sensible a la onda expansiva que el andar desacompasado
de Geoffrey genera. Al fin y al cabo, llevan casados dieciocho
años.
Ambos han tenido tiempo de sobra para
acostumbrarse a que, de los dos, él sea el más fuerte. El soporte
corpulento y jovial de una diminuta familia formada por ellos dos,
sus cámaras de fotos, los cuadernos de notas y el gato. Cómo
reprocharle que, pese a quedarse rezagado a cada metro que avanzan,
él la siga tratando como si fuera una cosita frágil que hay que
manejar con cuidado. No deberíamos haber salido tan pronto,
le dice cuando por fin se pone a su altura. Tu tobillo no está al
cien por cien. Betty se obliga a abrir los ojos y ve de color naranja a su marido. Mi setenta por ciento basta para los dos,
contesta. Y así, bajo este sol sedante, siguen andando hacia la
formación rocosa. A ella le hace gracia observar cómo sus dos
sombras cojean. La sombra voluminosa de él, su propia sombra no tan
delgada como antes. Él con su talón maltratado por la gota. Ella
con una exuberante historia médica lastrando sus articulaciones. El
pie izquierdo de él. Su pie derecho. Nunca dejarán de
complementarse.
Él persiguiendo criaturas del aire.
Ella, inventariando lo que se ancla a la tierra. Quién lo diría al
observarlos. El hombretón con un aire a Orson Welles y la
desarraigada. El ornitólogo y la botánica. Cada uno intentando
compensar sus propios huecos a su manera. Cada vez que sigue un
pájearo con los prismáticos, Geoffrey recupera la levedad de sus
tiempos de piloto. Cada vez que Betty reconoce una especie de planta,
su concepto de hogar se apuntala. Lo que era ajeno empieza a formar
parte de ella. Es como aferrarte a los libros cuando eres una niña
solitaria. O como ser admitida en una comunidad después de años
pensando que eras una apestada. Betty de eso sabe de sobra.
Pero hoy, en este día de principios de
febrero, seguir apuntalando es todavía posible. A pesar de los los
accidentes y de los achaques. Entre los dos han construido un nido
acogedor y hermoso, pero nada de lo que quepa entre paredes puede
compararse a lo que les rodea. Este sol amigo de los huesos por el
que merece la pena haberse cruzado el globo terráqueo. Este brillo
de cosa nueva en cada hoja y en cada piedra. Betty y Geoffrey cojean
y se apoyan el uno en la otra para alcanzar la cara opuesta del
risco. Les basta un pie bueno por cabeza. Qué cómicos, piensa
Betty. Viejo de mierda, sigue gruñendo Geoffrey. Cada uno va a lo
suyo. Lo suyo: uno se siente un rey cuando puede afirmar este de
aquí es mi trono. Cuando llegan adonde quieren ninguna
otra cosa importa mucho. Ni tobillo ni talón, ni mujer ni marido.
Él intenta escuchar por encima de las
gárgaras del torrente. ¿Será eso un mosquitero musical, o acaso es
demasiado pronto? No le preocupa demasiado ver por el rabillo del ojo
cómo su mujer trepa por las rocas. Betty es frágil pero
indestructible. Ella estudia las grietas en la arenisca y el corazón
le da un pequeño vuelco. En su cuaderno de campo anota Psilotum
y vuelve a acordarse de su maestro. Por ahora es sólo el reconocimiento, el
viejo rescoldo. Un rastro del hogar que en otro tiempo empezó a
levantar por su cuenta. Todavía no sabe que la ciencia botánica
también está a punto de sufrir un vuelco.