Un día de estos, mañana o pasado, se
pondrán ropa de batalla e irán al cementerio con flores de mentira
y estropajos. Yo no haré ni un comentario controvertido,
diosmelibre, porque cada uno batalla con la disolución y el recuerdo
como puede o le da la gana. Tampoco voy a pasarme de circunspecta. A
lo mejor el día de los santos no trata siquiera de reglar de alguna
manera lo ingobernable, de darle una pátina social a lo salvaje, o
de asumir lo que personalmente no es digerible. A lo mejor esto tiene
que ver con los muertos tanto como la merienda con el hambre. Mi
galletita o mi fruta vespertina es una necesidad creada por mi madre
que yo he mantenido por costumbre. Y limpiar lápidas un día
señalado del año es una herencia que te ata a una madre concreta y
que mantienes porque lo que crece en torno a ese vínculo fragua en
cemento y es casi imposible arrancarlo.
No se me ocurrirá opinar que lo que
impide que esa tradición se desmorone es el ojo de las vecinas. Ni
diré que la limpieza en los pueblos es un asunto que Moisés debió
de borrar accidentalmente de sus tablas. No polemizaré acerca de unos usos sociales
que, aunque fariseos, no le hacen daño a nadie. Allá cada uno con
su día de fiesta.
Pero a cambio espero que el que pregunta
por mis tumbas no me mire como si mi corazón bombeara veneno de
araña en vez de sangre. Yo no me sé el plano de ningún cementerio.
No sé dónde mis abuelos están enterrados. Podría haber tenido
alguna vez esa curiosidad, pero francamente querida. Las lápidas me
parecen horrendas. Mi cerebro no sabe tratar de otra forma el asunto.
Es incapaz de dotar de personalidad al mármol. Si un día terminara
visitando esas tumbas, mi neutralidad me haría sentir tarada, o
instintivamente se me ocurriría un chiste.
Qué poco familiar soy, me dicen. Pero
esta indiferencia no tiene nada que ver con mis apellidos. Es
simplemente que no soy necrófila. No me alimento sentimentalmente de
carroña. Espero que esa palabra no ofenda. Es mi modo de expresar
que el lugar que señala los huesos de mis parientes no es familiar
conmigo. El mármol se interpone entre sus restos y mis vivencias.
Aunque no haya casa más grande que la de la muerte, ese lugar
marcado con sus nombres no me albergaría ni lo podría sentir como
algo mío. Tal vez he visto en el trabajo demasiados animales
muertos, en todos los estados de podredumbre posibles, como para
concebir un tratamiento ritual de los restos.
El lugar de mis muertos, los que cuento
por ahora y los que iré cosechando, está donde los tuve vivos. Su
zumbido pervive en una esquina del pueblo, en el patio de su casa, en
un portal de vecinos. En las cafetería donde merendábamos. En una
caja de botones, en los limoneros del huerto, en una fuente para el
asadillo. Y esos sitios yo, de vez en cuando, también los adorno y los
limpio.