He apagado la luz a las 23:30. Al cabo de
lo que me parece un rato miro el móvil y me entero de que llevo
dando vueltas ni más ni menos que tres horas. Tres. Horas. Lo que
hace el cerebro con el tiempo es tan arbitrario que no merece en
absoluto que se lo tome en serio. A ninguno de los dos. Las horas se
contraen y se dilatan a su antojo, se contraen y se dilatan, y a
veces, con tanto titubeo, van y se rompen. Y cuando el tiempo se
rompe pasan cosas perturbadoras. De repente juraría que con quien he
merendado esta tarde ha sido con mi tía muerta hace, demonios,
¿cuántos años? De repente me acuerdo de todo lo que ha dicho y ha
dejado de decir alguien con quien todavía no me he reencontrado. A
estas alturas de la noche tengo el cerebro lleno de basura.
Y después de este desvelo monstruoso, en
el que has vivido en mí unas cuantas historias dulces y otras
cuantas sonrojantes, lo único sensato que pienso es que el insomnio
es una aberración zoológica. Estar cansado en la guarida y que la
violencia de estar vivo no se interrumpa. ¿Eso a qué animal le
pasa? ¿Qué criatura permanece alerta cuando ya no hace falta? La
naturaleza es brutalmente conservadora y procura seguir a rajatabla
la ley del mínimo esfuerzo. La conciencia, en cambio, es un
derroche.
Porque, date cuenta, el insomnio no es un
estado alterado de la conciencia. No es un trastorno, sino su verdad
última. La mente, esa excepción, purificada y elevada a su enésima
potencia. Cuando no puedes dormir el parloteo interno se radicaliza y
conquista la superficie del cerebro. Doblega a los procesos de
atención e interacción con la realidad externa. Liquida la función
ejecutiva que durante la vigilia te permite dar respuestas a la
información recibida y hacer cosas. Censura y purga toda relación
con tu cuerpo. Piernas, espalda sudada sobre las sábanas, pulmones,
labios entreabiertos: nada de eso es realmente tuyo mientras tu
conciencia se propaga por la habitación como un virus. El
pensamiento lógico se convierte en una de esas bonitas e
irrealizables utopías de paz tan queridas a las aspirantes a Miss
Mundo. La memoria ha sido dinamitada. Trozos desmembrados de tu vida
apestan por todas partes. Ya sólo queda la tierra yerma de la
cháchara.
Dando vueltas y más vueltas en la cama
te das cuenta de que la conciencia es una pifia. Un órgano demasiado
moderno, malamente diseñado y peor acabado por los suplentes de la
naturaleza. Una chapuza. Que la experiencia humana gire
obsesivamente, como un hámster en su rueda, en torno a un discurso
interior maniático y disperso; que la cháchara no se interrumpa
nunca; que te identifiques de tal modo con tu conciencia: es de risa.
No vamos a curarnos del insomnio hasta que el titular de la evolución
se reincorpore a su puesto de trabajo.