Las relaciones que duran generan caras
específicas. Está la cara de ni una rata leprosa me daría más
asco. La cara de distracción transitoria que pones al pelar un
kiwi mientras tratas de adivinar quién serías si hubieras tomado otras
decisiones. La cara de mansedumbre infinita que sigue a la
millonésima aclaración de que el café molido que nos gusta es el
natural, y no, nunca, jamás, el torrefacto. La cara de mantequilla a
temperatura ambiente que se te pone al doblar su pijama todavía
tibio para esconderlo debajo de la almohada.
Y luego está esa otra cara
inquietante. El gesto que iba para carcajada pero cuya arquitectura
muscular ves derrumbarse a cámara lenta y transformarse en la mueca
desmoralizada del que busca vías de escape. Pasa cuando un viejo
amigo vuelve a contar en público Aquella Anécdota, con idéntico
adorno a como lo hizo por vez primera. Como si tú no hubieras
asistido a esa ceremonia nunca. Como si, de hecho, no estuvieras ahí
mismo, padeciendo el eterno retorno en una de sus versiones cutres. Todo el
mundo se ríe; tu viejo amigo se ríe con una risa tan fresca que
parece recién sacada de su embalaje. Todo el mundo te mira, y tú,
mientras, intentas levantar del suelo los escombros de tu carcajada.
Pues precisamente esa es la cara que
temía que se me pusiera al leer este segundo libro de Caitlin Moran.
Con un título primo hermano de aquel que primero me distanció y
luego me ganó eternamente para su causa. Con unas líneas maestras
análogas. Con un personaje tan... ella. No estaba dispuesta a que mi
flechazo se viera mancillado por el hábito, la repetición de
clichés autoreferenciales, todas esas bragas sucias tiradas por
cualquier parte.
¡Ahí pone que Lionel Shriver es fan de CM! |
Bien, no llevo más de un tercio de
lectura, y sé que esa no es manera de hacer una reseña, pero, qué
demonios, quién dijo que esta lo fuera. Esto es sólo una
manifestación de amor fanático hacia una manera de hacer las cosas,
las de la literatura y las de la vida, definida por el arrobo y el desenfado. Por la alegría silvestre de estar en el
disparadero, en ese tipo de principios en los que el mundo
te percute y te manda a tomar por saco. Cuando te atreves a
concederte un permiso cándido y desnortado para construir a ciegas
tu personaje. Cuando sólo respirar un aire sucio e indescifrable te dopa.
Esto es también una oferta de amistad
entusiasta hacia todos los que cogen las armas de la alegría.
Aquellos que, como la protagonista de la novela, saben que lo que
ellos quieren ser “todavía no se ha inventado”.