De la pinta de él no me acuerdo en
absoluto, pero sí de la de su mujer. En realidad no la recuerdo a ella,
sino al arquetipo de jubilada pizpireta con el que se identificaba
con la fe de una vendedora de Avon. Iba teñida de un
rubio agresivo y algo en su desparpajo parecía empeñado en revivir
la belle époque. Era de ese tipo de abuelas que abochornan a
sus nietos hablando de su vagina.
Fui su nieta durante los siete días
que duró aquel viaje. No porque me contara chismes picantes, sino
porque me traía platos extra del bufé que yo picoteaba para no
defraudarla y porque apenas si permitía que durante las excursiones
me apartara de su vera. Ayer en la medina me despisté un momento
de mi marido y hubo un momento en que pensé que iban a violarme,
me decía. Imagina lo que podrían hacerte a ti, tan tiernecita.
Pero yo no soy rubia, Carmen, le respondía, me pongo un
pañuelo en la cabeza y se creen que soy su prima. No se llamaba
Carmen, pero casi. Hablaba con un acento catalán
tan exagerado que sólo podía haber pasado su infancia en alguna aldea de Jaén.
A veces le hacía caso y la seguía
mientras ella buscaba babuchas para todo Hospitalet. No es que tuviera
miedo de ir sola: miradas rapaces había por todas partes, pero
también un retraimiento que no encuentras en Marruecos, por desgracia. Lo
que no tenía era reloj, y si no quería que el microbús me dejara
tirada, me resignaba a pegarme a ella y a su marido. Las puertas
turquesas de Sidi Bou Said y la arena en las calles de Nefta me
suplicaban que me perdiera por ellas. Pero el tiempo era avaro, y
Carmen le hubiera montado un cirio al chófer si por un momento hubiera insinuado
dejarme en tierra. Pobre hombre. Con el reventón ya tuvo bastante.
Fue en alguna carreterucha de un
desierto sin fotogenia. Íbamos los siete amodorrados por el paisaje, Carmen y su
marido invisible, los recién casados barceloneses, tan redichos ellos, tan viajados, la
azafata de vacaciones, el guía con cara de camello y yo. Algo
parecido a una detonación nos espabiló a todos e, inmediatamente, el
microbús empezó a columpiarse de un lado a otro de la calzada. Carmen se agazapó entre su asiento y el delantero, sin parar de gritar ni un momento. Luego, mientras esperábamos en medio de ninguna parte a que el guía encontrara un taller, mi abuela interina me confesó que había creído que nos estaban tiroteando. Quise
decirle que no viera tantas películas.
Pero en estos días el telediario sigue un guión delirante. Yo también contuve el aliento en el Museo del
Bardo, ante todas aquellas piedrecitas que llevaban juntas más de
dos mil años formando rostros más vivos que los de carne y hueso
que me rodeaban, en todos aquellos maravillosos mosaicos. El guía,
el de la cara de camello, soltaba su rollo turístico con un hastío al que le faltaba poco para derivar en odio. Sus ojos... A veces mostraban asco; a veces parecían sólo muertos.
Quién nos hubiera dicho hace diez años que cualquiera de nosotros podría
haber salido en las noticias. Él podría haber disimulado hasta la visita al Museo su formación yihadista. Yo podría haberme escondido
durante horas en un cuarto de baño. Carmen y su marido podrían
haber acabado como esa pobre pareja de turistas que celebraba sus bodas de oro en Túnez.
Ellos también andan tristes |
El mundo no está cada vez más loco, simplemente hay cada día más y más gente...
ResponderEliminarSuerte
J.
Y sólo el vacío alrededor te salvaba de ser asesinado por cualquier motivo banal...Esa sí que es una visión pesimista de la condición humana.
EliminarIgualmente!