Mi
madre tiene de siempre un talento especial para crear ambientes que atrapan. Fue ella la que colocó esta hamaca
fabricada para el verano delante de la ventana de mi cuarto. Hasta
entonces, este cuadradito con techo inclinado era poco más que una
casilla de paso: de la playa a la paella; de la ropa de ciudad a los
excesos de la sudadera; del monte a la siesta y del sueño a la vigilia. De poco servían el escritorio con su ordenador encima, ambos
mercancías sobrantes de otras vidas, otras épocas de mi vida. De
menos aún el armario de obra, lleno de trastos y apuntes inútiles
que no me decido a tirar por pura y lamentable pereza. Esta
habitación era casa más que hogar, pared más que abrigo. Sentada
ahora en la hamaca, miro el hueco verde y azul que llena mi ventana,
y me pregunto cómo he podido tardar tanto tiempo en tomar posesión
de este espacio. O en dejar que me cazara.
No se ve lo que hay tras la ventana porque el vendaval lo emborronaba |
He
empleado en esta habitación los agujeros que han dejado en la mañana las tareas
domésticas. Me siento, leo, escribo ahora, y sobre todo
miro. Me figuro que soy un personaje de La
montaña mágica. Alguien
que observa un mundo al que no tiene acceso desde la terraza de un
sanatorio alpino. Observo las nubes desquiciadas corriendo por el cielo como
si fueran a perder el metro; las vinagreras tan pegadas a la tierra
que parece que una mano mojada en saliva las haya estado repeinando;
los árboles moviéndose como bacantes borrachas. El eucalipto es una
diva: una soprano que sobreactúa más aún de lo que su profesión
le permite. Podría pasarme las horas muertas admirando cómo se
mueve cada una de sus ramas de forma independiente, exactamente como
los flecos del vestido de una flapper.
Y
ya me estoy colando con los símiles.
Pero
a veces tengo que recordarme que estoy mosqueada. Yo no debería
estar aquí, si en algún lugar no tan imaginario existiera la
justicia. Y por eso estudio los métodos de este viento que me ha
reventado los planes, como un entrenador el juego de sus rivales.
Otro símil. Es lo que tiene quedarse varada cuando cada músculo,
cada neurona, cada gota de fluido empujaban por salir al campo. Cada
vez que tirité de frío la semana pasada, que me aparté los
prismáticos de los ojos irritados, que hice las cuentas de los
kilómetros recorridos, me di ánimos pensando que pronto estaría
usando por fin las piernas, medio de locomoción favorito.
Iba a volver a un lugar que no he pisado en más de diez años,
tiempo de sobra como para quedar a la altura de cualquier reino
mítico. Pero es lo que tienen también las vocaciones agudas: que te
obligan a manejar la frustración como puedas .
Y
me doy cuenta de que puedo; claro que puedo. Ha salido el sol después
de una mañana en la que parecía que una compañía aficionada
de teatro estuviera tirando cubos de agua sin mesura ninguna al
escenario. El eucalipto sigue con su película: hay momentos en que
se queda parado y el cielo que lo rodea parece una del Oeste. Y al
instante vuelve otra vez a desmelenarse, y yo veo en él cualquier
drama: un abandono, una pareja que se despide para siempre en un
andén en blanco y negro, Marlon Brando haciendo de romano intenso.
En el libro que acabo de abrir al azar en el e-book
leo esto:
He
meditado sobre la evidente obsesión de todo vegetal clavado en el
suelo por naturaleza. ¿Cómo asegurar la dispersión de las
semillas? La explosión, las alas, el fruto suculento que transporta
el estómago humano, las simientes con garfios que se agarran al pelo
de las ovejas, a la ropa de los pastores, todos esos procedimientos
fueron inventados para desafiar la maldición del arraigo
(Celebraciones.
Michel Tournier)
Y me
consuelo pensando que yo también tengo mis métodos.