Me cuesta una tonelada de voluntad salir
de debajo de la manta. Estoy tan a gusto que no entiendo cómo la
Iglesia no recoge la siesta invernal dentro de su poco imaginativa
lista de pecados capitales. Ah, que esto entra en el saco de la
pereza. Bueno, no exactamente, pienso yo. Hay algo más mucho
militante que la gandulería en la negativa que mi mente le da al
mundo esta tarde. Es una necesidad orgánica. Esta mañana he
cambiado la selvática colcha de verano por el edredón, y ahora
descanso sobre un fondo estampado de hojarasca. Me enrosco sobre mi
ombligo. Cierro la madriguera con una mantita de viaje. A veces abro
los ojos para comprobar que ningún charco de sol me está esperando ahí
afuera. La luz pasada por agua sigue adelgazando. Eso es el invierno:
una estación devoradora, una hormiga avariciosa que nos deja sin
alimento a las cigarras.
Nadie va a convencerme de que esto que ha
entrado sea el otoño. La meteorología se ha puesto categórica.
Hace una semana paseaba por la playa en manga corta; este mediodía
he salido a la calle con unos tres kilos más de ropa. Invierno
rencoroso. Me da igual lo que a modo de reconciliación haya escrito
anteriormente. Lo odio. Lo odio. Lo odio. ¿Puedo quedarme en la cama
los próximos cinco meses? Cada célula de mi cuerpo lo desea. Que me
den al menos un periodo razonable de adaptación. Diez o quince días,
lo justo para que mi piel se acostumbre y deje de tirarme en cada uno
de mis bultos como si hubiera encogido al lavarla.
Por decirlo de manera benigna. Lo cierto
es que el invierno repentino me ha regalado un ataque de dermatitis
brutal. No voy a quejarme. Sólo pido que un alma compasiva me
arranque las diez uñas de las manos para poder parar de rascarme.
Mejor aún: que me desuelle y me ponga una piel nueva, artificial,
intacta. Un neopreno finito, silicona deluxe. Algo inerte que no
pique ni duela ni se reseque ni me convierta en un ser poroso y
vulnerable. Que me haga dura y permita que me defienda regiamente del
frío. Que evite que la mínima caricia me sacuda como un terremoto.
Hasta que venga ese mesías, mi cuerpo suplica que no lo saque de la
cama.
Y entonces ¿por qué me fuerzo a
levantarme? Porque por muy a la ligera que me dé a la regresión, no
soy ninguna osezna. En mi neocórtex cerebral se hunde bien profundo
el surco de la diligencia. No está bien que duerma tanto, cuando
todavía hay luz de día peleona, no, señora mía. No es buena esta
estrategia del búnker. El mono empezó su viaje hacia la humanidad
bajándose de las ramas. Yo debo regresar a mí misma siguiendo el
mismo camino. Ponte en pie, Silvia, sal de la cama.
Y lo hago, lo hago, rascándome,
acariciando los sillones como quien llora un amor perdido. La vida
pica y escuece, pero no hay nada mejor que sentirla. De mi paso por
la madriguera salgo con una idea que consuela: mi cuerpo sigue el
curso de las estaciones. Se subleva en primavera; se despliega en
verano; languidece en otoño; en invierno se achica. Soy animal con
dos pelajes. Soy un árbol. Adoro esa imagen. Estoy cambiando de
color ahora, reteniendo unos días más el sol antes de soltar
la hoja. Quedaré reducida a mi esencia, expuesta al paisaje. Y en
abril demostraré que la meteorología adversa es algo tan
transitorio como mi piel enferma.
Haiku vegetal |
Que para todos los días no pero alguno que otro, como hoy, se puede quedar uno en la cama hasta que le salgan sabañones. (Aunque amanece que da gusto, no desperdiciaría yo este domingo.)
ResponderEliminarEs que no me sale, no me sale quedarme en la cama. Suerte (o infortunio) que somatizo como una bellaca, y que mi cuerpo me avisa de cuando necesito soltar mentalmente barriga.
EliminarLa cosa va a gustos, como todo en esta vida. Algunos preferimos el fresquito al calor, pero matizo: fresquito, no hipotermia. Entre quince y veinte grados, bien.
ResponderEliminarPero claro, cuando la cosa ya se pone muy perra entiendo perfectamente esa querencia por las mantas y derivados: a todos nos entra la querencia por el apalanque algunas mañanas. En todo caso, muy bien ese instinto de superación resumido en " La vida pica y escuece, pero no hay nada mejor que sentirla". Así es, mismamente. Y falta te hará, porque ún estamos en otoño; falta todo el invierno, que por los indicios va a ser peleón. Ya verás, ya.
Que no me convences. Esta mañana he dejado cinco minutos la mano izquierda fuera del bolsillo y la recogido azul: NO Hay Otoño En Esta Ciudad, hermano.
EliminarAaaayyy!!! ¡cuanto te entiendo! imagínate cómo sufre una que se crió en el caribe y ahora vive en el mismísimo norte.
ResponderEliminarY para empezar bien la semana, hoy lunes la mañana me recibió con la primera helada de la temporada... ahí es ná.
Si me dejaran, hibernaría. Pero tampoco puedo ¡jo!.
¡¡Salud y caldo calentito!!
En este rincón raro del sur que es Granada la primera helada se espera para mañana.
EliminarPero espera, espera. ¡¡¿¿el Caribe??!! Explica eso, por favor.
Yo achacaba mi aversión al frío a una crianza malagueña, pero lo tuyo...
Nací aquí en Güeskonsin, pero de pequeña emigramos mis padres hermanos y servidora a Venezuela. Regresé a los 15 años, así que soy más de aquí que de allá pero lo del frío nunca lo he podido superar. ¡arg!
EliminarTendrás que invitarme a uno de esos orujos para que pueda comprobar si conservas algo del acento.
EliminarMi madre,que era muy sabia, decía: "comer y rascar solo requiere empezar. Lo tengo comprobado. Solo tienes que aguantar el primer envite (cuesta, vaya que sí cuesta)
ResponderEliminarAnimo guapa!