Me da un poco de apuro seguir relatando
el último viaje. Repaso las notas que tomé en mi cuaderno y las
noto todavía frescas, todavía con algunas gotas de zumo que puede
exprimirse. A lo mejor soy yo la que está un poco pasada de fecha.
Me imagino dándole al botón de publicar después de escribir otro
capítulo. ¿Cómo me veo? Sonadilla. Como el abuelo encasquillado
en historias de la mili. Treintañeros repasando su top ten de
dibujos animados de la infancia. Agentes de seguros madrileños
dándole la enésima vuelta a su versión de la movida.
Pero tampoco he hablado tanto, y no ha
pasado tanto tiempo. Miro la fecha que hay encima de estas palabras,
y el mes que hay en ella es el mismo que el de mis notas. Y a mí me
parece como si todo lo que vi y todo lo que olí perteneciera a otra
época geológica. Perfectamente enterrado en un cajoncito clausurado
de mi memoria.
Es que no soy diferente de cualquiera de
los que esperan a mi lado, impacientes, en los pasos de cebra. El
veneno de la urgencia impregna mi mente y la vuestra, igual que el
DDT prohibido hace unas décadas sigue viviendo en nuestras células,
en duermevela. Tenemos muy bien entrenado el derecho a que en el
Alcampo la pescadera nos atienda cuanto antes. Una nueva gotita
inapreciable de nerviosismo cae cuando nadie responde inmediatamente
a las paridas que soltamos en los varios canales sociales que dejamos
prendidos todo el día. Inapreciable, vale, pero cada uno lleva su
particular charquito de ansiedad allá donde va. Nunca falta quien
te pita si buscando aparcamiento reduces la marcha. El ordenador
siempre se toma un tiempo exasperante al arrancar. Por todas partes
nos acechan salas de espera. En el banco, en el metro, en el médico
de cabecera. Los cambios de escenario y las vueltas de tuerca en la
rutina parecen siempre definitivas. ¿No hace una vida y media desde
que guardaste el bikini bien plegadito?
Un mes no es nada, y de repente parece un
siglo. Aquello ya pasó, y no merece la pena revivirlo. La urgencia
no es amiga de que pongamos al Cid a ganar batallas después de
muerto. Los días van pasando, y si eres como yo, seguirás esperando
íntimamente a que una nueva experiencia le dé un vuelco radical a
tu vida. Que tal y como está ya te gusta, por cierto. ¿Qué pueden conseguir al
respecto unos cuantos paseos por ciudades no tan distintas de donde vives, unos cuantos paisajes cazados al vuelo desde el tren?
Y, sin embargo, no puedo olvidarme de
algunas de las caras que vi entonces. Son como posesiones. Veo a una vieja sentada a la puerta de su casa vieja, en el
Casco Viejo de Vigo, tranquilamente acosada por las grúas de la
remodelación urbana. Veo también a tres putas de por lo menos
sesenta años, esperando también en su puerta, y una de ellas tiene,
misteriosamente, el aire de una catequista virgen. Veo a otras tres
viejas vendiendo verdura a las puertas del mercado de Pontevedra,
apenas una bolsa de tomates, unos melocotones picados y chiquititos,
un manojo de nabos, levantando el mísero chiringuito cada vez que la
policía local se deja caer por la calle. Veo al camarero de bigote
más amarillo que cano que monta el desayuno buffet en un hotel que
vivió tiempos de gloria mucho antes de que yo naciera. Lo veo
colocando un mosaico de lonchas de queso como si fuera un tejadillo
de la catedral de Santiago. Veo a dos mujeres y un hombre sordomudos
intentando hacerse entender por conductores de autobuses: el pelo
teñido hace demasiado tiempo, la maleta demasiado vieja, el aspecto
de haber dejado pasar más autobuses de la cuenta. Gente que ya hace
mucho vivió el penúltimo gran vuelco de su vida, y que sabe seguir
esperando.
En los márgenes de la foto, todo el jaleo de las obras y de la urgencia. |
Y me veo también a mí misma, esperando
tres horas y media en la estación de tren de Coimbra. Tenía un
libro, tenía mi cuaderno, y ninguna prisa. Saber esperar tanto
tiempo era la gran enseñanza del viaje, la verdadera aventura. Te
pasas la vida esperando que un espectáculo nuevo lo ponga todo patas arriba y,
mientras, lo pequeño y pasado, lo que parecía ya tan viejo, te va transformando sin que lo notes.