A veces te descubres usando formas
verbales impropias. Hablas en pasado de heridas que todavía huelen;
conjugas en presente cuentos de tu vida que no han sucedido. Das por
muerta una cuarta parte del año. Y automáticamente te sale: qué
corto se me ha hecho el verano. A las chicharras les da coraje, y
por eso redoblan sus restregones frenéticos. El pelo aún se te pega
a la nuca, y colocarte el ordenador sobre el regazo sigue siendo una
modesta tentativa de suicidio. Te quitas el vestido, sacas los pies
de las chanclas, miras por la ventana para comprobar que nadie del
parque vecino te va a ver las tetas si te quitas el sujetador. Sudas:
el bigote, el pubis, la axila izquierda, sólo esa. Ojalá pudieras
arrancarte también el aire viscoso de tu alrededor inmediato. El
verano es un muchachote, y tú te empeñas en jubilarlo.
Es verdad que tienes cómplices. La
ciudad ha cambiado en apenas cinco días, sin sutilidad ninguna: los
ausentes empiezan ya a ventilar el ambiente enfermizo de sus pisos,
como si achicaran calor en vez de agua. Poco a poco la circunvalación
se va congestionando. En el gimnasio los habituales se abrazan, y
arrepentidos confiesan todas las cervezas y las tarrinas de helado a
las que no han sabido negarse. El ruido de la cuesta te ha vuelto a
robar la opción de dormir con los balcones abiertos. Ya no le cantas
poemas de amor a la brisa. De noche la gente pasea por el bulevar
como si estuviera en una cámara hiperbárica: entre la playa y el
adiós a las vacaciones, una aclimatación. Los carteles
publicitarios rebosan mochilas y chándales. Los locutores estrella
de la radio empiezan a incorporarse. El calendario intimida. Si esto
fuera un complot contra el clima, no haría falta que nadie os
delatara. Qué más da que ahora haga más calor que en julio. El
verano se acaba, y tu papagayo interior lo sabe.
Qué corto se te está haciendo
este verano. Qué pocos remojones en el mar por culpa de levanteras y
ponenteras y de una temperatura hostil del agua. Qué poca o ninguna
montaña. Qué poca vida exterior. Formentera queda lejos. Las horas
sentada al fresco no parecen computar en la calculadora de lo
importante. Si te dejaras llevar por la nostalgia de septiembre,
puede que lo que ha pasado estos meses te pareciera escaso.
Y, sin embargo, un recuerdo tonto y
mágico te sirve de antídoto. Estás otra vez en casa de tu padre,
empujando las puertas de la verja. Vuelves de tirar la basura en el
contenedor comunitario. Huele tan bien a matojo húmedo. No hay
muchas estrellas, porque nos las han robado a nivel planetario, pero
algunas sí que resisten. Siempre te sorprende lo bonita que se ve la
casa desde fuera: el exterior bordado de sombras vegetales, una
palmera, un cactus, una cenefa de jazmín que parece un tatuaje; el
interior, tan cálido y naranja como la pulpa de un mango. Entonces
la sientes perfectamente: la razón de que el verano sea tu estación
favorita. En estos meses hay una especie de relación romántica
entre tu cuerpo y el aire. Tu piel ya no es una barrera sino una
puerta abierta. Te pasas el resto del año echando de menos esa falta
de diferenciación, y sólo esta noche has sido consciente de ella.
De repente has notado con todo tu ser una cosa más bien idiota: que
es verano y que te encanta. Sin más adorno ni planes. No hace falta
verbo siquiera. En tu mente, el mismo clamor de las chicharras:
verano, verano.
A veces usamos maquinalmente los tiempos
verbales. A mí no me importan las señales de que esto se va ya
acabando. Todavía verano.