En todos los minutos del día en que la
vida se hace sala de espera, abro mi tocho de Jon Kabat-Zinn sobre la
atención plena. Supongo que esta urgencia de rellenar el tiempo con
frases de otro sabotea los valores de consciencia esmerada y reposo
que contiene ese libro. Pero a veces, en los paréntesis que meto
entre la prisa y el ruido de tráfico, encuentro una isla. Me llega
algo así como una de esas audioguías que convierten un territorio
extraño en inteligible. Una traducción simultánea. La posibilidad
de darle la vuelta al tapiz de la vida para contemplar todos los
nudos de su trama.
Leo por ejemplo esto:
Se
dice que Helen Keller podía descubrir, apelando exclusivamente al
sentido del olfato, “el trabajo de quienes están en la misma
habitación que yo. El olor de la madera, del hierro, de la pintura y
de los productos químicos se adhiere a la ropa de quienes trabajan
con esos materiales, y lo mismo sucede cuando alguien pasa de un
lugar a otro, porque porta consigo la impronta del lugar del que
viene, ya se trate de la cocina, del jardín o de la habitación de
un enfermo”.
La impronta del lugar... Palabras que
cosecho a las seis de la mañana, justo antes de irme al trabajo, y
que se quedan impresas como un eslogan en las vallas publicitarias
mentales. Bajo a una calle cuya melodía cotidiana ha cambiado desde
la entrega de notas escolares, a las rotondas todavía somnolientas,
al paseo donde a esta hora los plátanos se saben misteriosos y
guapos. Me siento en el coche a esperar que el amanecer se desenrolle
en mi ventana, como uno de esos trucos en los que una
sucesión muy rápida de viñetas da origen a una peliculita. Y así,
cuidando con celo de lo que he leído, atravieso paisajes y me hago
responsable de ellos.
Portaré su olor en mi piel y mi ropa
cuando regrese del campo. Volveré a entrar en lugares cerrados, en
tiendas, oficinas, bares y salas de gimnasio, y sólo hará falta
encontrar a alguien lo bastante sensible como para que mi regalo de
olor se reparta. La cajera del supermercado se acordará del aire
libre al cobrarme. El mecánico notará de repente que el trigo
húmedo bloquea los vapores de la grasa de motor y el anticongelante.
El funcionario que sólo sale a cazar uno de cada cinco domingos se
estremecerá al percibir que mis botas pisaron aceitunas marchitas y
tomillo. La que prepara el examen del MIR quizás recupere una
conexión física con el olor de bichos muertos y vivos, si nos
estiremos juntas en la clase de yoga. Cualquiera que se sienta
encerrado en su prisión subjetiva podría entender a través de mi
rastro cómo corretean los conejos o los mochuelos se quedan mirando.
El que no despega los ojos del móvil tal vez recuerde lo asombroso
que era amanecer.
Helen Keller, huéleme esto |
Llevaré mi impronta conmigo y yo a mi
vez sentiré que la calor y los fríos, la espalda hecha un cristo y
los madrugones habrán valido la pena. Estaré siempre orgullosa de
cada olor que mi cuerpo cosecha.
Preciosa foto, como el post.
ResponderEliminarY qué poderío el de ese sentido tan dejado de lado, cuando hay pocos tan exactos ayudando a evocar, trayendo recuerdos imposibles para la memoria, tan limitada.
Llevo tiempo queriendo escribir sobre olores. Y siempre me retraigo porque parece demasiado personal y complicado de compartir. Exactamente como la memoria.
EliminarNo podría añadir nada más, después de leer el comentario de "anonimíllas".
ResponderEliminarRedondo, como el post.