Ahora mismo debería estar haciendo yoga
en un lugar idílico adonde habría llegado un par de días antes,
con el pulso un poco excitado, como si allí me esperara un viejo
candidato a amante.
Habría vuelto a oler esa combinación
que me calienta los miembros: troncos recién descorchados, helechos
secos y crujientes como una fritura andaluza, humedad y savia en
cascadas, chorreando por todas partes.
Yoga aquí |
Se me habría pinzado el esófago tres
veces, una por cada atardecer. Me habría recordado conduciendo por las
mismas carreteras, a esa misma hora, bajo esa misma luz, emocionada
al ver cómo el parabrisas se teñía de rosa, cómo el aire un poco
brumoso era exactamente lo que respiran los árboles.
Me saldría automáticamente el nombre de
cada cara nueva con la que aún compartiría mi paisaje. Tendría un
ramillete fresco de biografías ajenas y contactos. Me seguiría
moviendo un resto de la energía que se genera cuando un grupo de
desconocidos se hace familia.
Seguiría teniendo agujetas voluptuosas
en los músculos más largos de mi espalda y mis piernas. Me movería
con la sensación de haber crecido por lo menos un palmo. Alguien
compasivo me habría ayudado a componer posturas elegantes que sólo
a primera vista parecían fáciles. Aunque no suene muy yogui, habría
salido de ellas presumiendo de que soy yo la que mantiene el control
de su cuerpo.
Cada hora libre entre clase y clase se
habría convertido en un regalo y una inversión. Tumbada bajo un
árbol a la hora de la siesta, tal vez me habría sentido libre de la
cárcel del sopor. Habría buscado un camino que conozco para
quitarme los zapatos y ver cómo mis huellas desnudas se imprimían
en la arena. Habría buscado esas mariposas cuyas larvas devoran las
hojas de los árboles, las que tenía que contar cuando trabajaba por
aquella parte. Esta vez me habrían parecido bonitas. Me habría acercado al
pueblo donde viví y a las playas donde fogueé mi inexperiencia. Me
habría tomado uno de esos cafés que te abonan a la úlcera con un
compañero de entonces.
Habría sabido que ni todo el tiempo del
mundo puede quebrar vínculos que sólo a primera vista parecían
superficiales y frágiles. Habría sido capaz de acceder al centro
vacío del instante: lo que viví por allí hace años seguiría
ocurriendo, sin empezar ni acabarse. No cabría decir adiós nunca,
porque todo lo que amé estuvo siempre conmigo, y conmigo se quedaría
siempre.
Pero aquí es donde estoy, con
estos brazos y piernas que de repente se me entumecen, con esta
modorra perversa. Aquí me he quedado, intentando domesticar el prejuicio de
que se me escapa un millón experiencias. Una de las lecciones más
importantes que me di mientras barría en Formentera fue percibir que
mi paisaje interior está bañado por la codicia: tenerlo todo. Vivirlo
todo. Conservarlo todo siempre, lo sano, lo divertido, lo hermoso. Me
marché de la isla sin pena, porque lo que en ella encontré de bueno
venía ya en mi equipaje. Y por eso es aquí donde sigo, porque todo lo que
dejo sin vivir en realidad lleva conmigo desde siempre.