Me siento un poco miserable haciendo
estas cosas. Descuidada como una dependienta del Corte Inglés que el
día del Padre insistiera en que un huérfano comprara colonia. El
oportunismo de las efemérides en general me repele. Su evolución
infalible: olvido cotidiano / un sentimiento que se saca a pasear y
que al final del día se satura / olvido cotidiano. Pero cuando lo
que se recuerda es algo tan espantoso, cuando todavía gravita un
satélite gigantesco de incomprensión y dolor alrededor de nuestras
realidades más o menos amables, el mecanismo del aniversario puede
rozar la indecencia. Está toda esa negrura ahí, colgando
inaccesible del cielo, y gente como tú y como yo, repantigados
frente a nuestras teles, tumbados en nuestras camas, deberíamos
saber ya que ni siquiera tenemos derecho a intentar alcanzarla.
Recordar, sí, siempre, pero no porque el
calendario lo mande. Recordar en silencio: las palabras se devalúan
cuando se usan más de la cuenta. Intentar asimilar al menos que
todas las cifras fueron una vez cuerpos reales, narraciones que, de
repente, y con la sinrazón de las cosas tajantes, dejaron de
contarse. Entender eso, para que algo tan vacío como una fecha no
nos dispare una pena y una piedad automáticas.
A nadie le importa lo que yo estaba
haciendo aquella mañana, pero a mí sí me importa lo que cada uno
de aquellos 192 estaba haciendo una mañana antes, lo que una mañana
después no les permitieron seguir haciendo. Fue precisamente eso,
la quiebra de tantas cotidianidades particulares, tantas historias
menudas que se esfumaron como la biblioteca de Alejandría, lo que me
cortó la respiración. Te tomas un café con leche en tu casa; en el
pasillo le das un apresurado beso a tu madre, o sales de puntillas de
la habitación para no despertar a tu novio; te palpas los bolsillos
ansiosa, igual que todos los días, creyendo que te has dejado el
bono de viajes en el abrigo que llevabas ayer; bostezas; repasas
mentalmente lo que tienes dentro de tu nevera; te fijas en los
zapatos de la gente que espera el tren a tu lado; te dices que esa
mujer tampoco se ve tan mayor como para que tengas que cederle el
asiento, y que si a su edad tú tuvieras su aspecto, no te gustaría
que te trataran como a una impedida. Y de repente ya no hay nada: ni
un vaso caliente en las manos, ni madre, ni amor, ni prisa, ni sueño,
ni planes, ni apariencias, ni edad. Ni tú, ni nadie de los que
compartían contigo un vagón.
En esa época, y aunque a nadie le
importe, llovió como yo no recuerdo. El día era oscuro, pero yo
estaba enamorada de alguien que una vez me besó bajo la lluvia, y
desde esa noche, y desde Gene Kelly agarrándose a una farola, la
lluvia era amor. Íbamos mi compañero y yo en el Land Rover que
compartíamos, levantando cataratas en cada charco; hacíamos altos
en la jornada para tomar un brebaje parecido al café, o para ver
cómo había amanecido de la fiebre su niña. La tele estaba siempre
encendida allá donde íbamos. Hierros delirantes, sirenas, brechas
en la cabeza, números que iban aumentando en cada una de nuestras
etapas. Mirábamos la pantalla con esa especie de estupor morboso que
en los primeros instantes de cada catástrofe siempre se congratula
por la magnitud del daño. Ni ese día ni los siguientes anoté una
palabra en el diario sordomudo de romanticismo que por entonces
escribía.
Y sin embargó lloré. Una y otra vez.
Vertí una borrasca de lágrimas reales por desconocidos. No creo que
lo hubiera hecho antes. Mi capacidad para la compasión debió de
tener hasta entonces una naturaleza más bien abstracta. Antes había
llorado por lo que me era propio: mi propio desamparo, mi propia
seguridad, mi propia distancia respecto a lo amado. Ahora el campo de
la propiedad se agigantaba, y ante su pérdida, sólo tocaba llorar.
Y aunque a nadie le importe, yo sorbía
un té verde y me ponía un uniforme en otra mañana lluviosa,
mientras en Madrid estallaban las bombas. Y creo que en realidad sí
que importa, porque lo que yo hacía en ese momento podría haberlo
hecho cualquiera de los muertos, sólo un poco antes. La certidumbre
de mi té, mis botas de montaña, mi enamoramiento, quedó en
entredicho. Lo que creía mío, lo que nunca pensé que llegaría a
considerar como tal: todo se volvió frágil.
¡Tantas vidas destrozadas por unos pocos descerebrados!.
ResponderEliminarMás terrible aún que las muertes directas (uno se muere de repente y no dolerá nada, supongo) me parece el dolor, aquí sí, infinito, de los que los querían; sus vidas tampoco habrán vuelto a ser como antes de aquella mañana, cuando aún no existía un bosque llamado de los Ausentes...
ResponderEliminarSin palabras,Sil
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