No tengo más música que aquella con la
que me topo al girar el dial. Es una radio así de arcaica, así de
inmediata: para que en ella se muevan cosas, tú tienes que mover
cosas. Un levísimo giro de muñeca, y el mundo sonoro cambia. No
tengo más música que la de unos anuncios que parecen recrearse en
su memez, pero la sensación de libertad es la misma de antes.
Entonces el trauma de aprender a conducir
era cosa ya del pasado, tan reciente y tan viejo a la vez como la
distancia que separa al adolescente del niño que fue a los diez
años. Era como si hubieran crecido cerebros autosuficientes en mis
pies y en mis manos, como si me hubiera vuelto repentina y
obscenamente rica en conexiones neuronales. Y esa sensación de
dominio sobre la máquina y el movimiento parecía propagarse al
resto de la realidad. Abría la guantera, sacaba al azar cualquiera
de los discos que acabara de comprarme, y al momento, esa canción,
cualquiera que fuese, era completamente mía. Contaba mi historia
recién comenzada, recogía las voces de unos paisajes de los que me
iba adueñando también. Yo cantaba a voces y me movía adonde me
daba la gana, o al menos eso creía. Por primera vez sin ser
arrastrada por la corriente de lo que se esperaba de mí.
Y hoy ¿cuánto tiempo llevaba sin salir
sola al campo, sin agarrar yo el volante de un coche en el que sólo
se oye mi voz? Mucho tiempo. Suficiente como para que el momento me
parezca nuevo, o muy bien restaurado. Llego casi hasta el límite
oeste de la provincia para comprobar si han vuelto ya de África
aquellas hermosas criaturas sobre las que escribí hace uno y dos
años. Excitada por el reencuentro con un pájaro gris azulado que
podría ser fácilmente aquel recuerdo que guardo de mí misma. Voy
alegre, parloteando con los contertulios de Pepa Bueno, saludando a
la señorita que le hace publicidad al Corte Inglés. Enamorada del
desplazamiento, y al rato, casada con él. Empiezan los bostezos. El
madrugón ensucia poco a poco el hechizo. ¿Paro y me tomo un café?
Sigo. Vuelve la rigidez en el cuello, y ese miedo apenas pensado a
perder el dominio que en mis primeros tiempos de conductora nunca
sentí. El miedo de estar haciendo maquinalmente algo que puede
acabar contigo y que, si lo piensas bien, no es diferente del miedo a
estar vivo.
Comprendo entonces con claridad por qué
las road movies son tan atractivas. Porque a lo mejor son un
calco no muy lejano de ti, sentado como estás en tu sofá o en
tu butaca del cine, empequeñecido por cielos señoriales que
tienen que ver poco con el zurcido sucio que a veces se deja ver entre los
edificios. Tú también sales cada día a la carretera, te confundes
en ella, te pones a merced del tráfico. Respetas las normas
impuestas. Todo pasa demasiado rápido como para que puedas hacer un
retrato fiable de ello en tu cabeza. Se suceden las señales con
nombres que no es probable que vuelvas a leer, los pueblos en los que
apenas puedes imaginar que viva gente que se te parezca, tu punto de
destino cifrado en números decrecientes. A veces no se te ocurre
abandonar la autopista. Sigues parloteando, dándole
vueltas al dial con la esperanza de que en alguna emisora pongan una
vieja canción de la que te sepas la letra.
Y a veces te decides por fin a coger una
de esas carreteras comarcales que no tienen línea central. No sabes
bien adónde te diriges, pero da un poco igual. Reduces la velocidad.
A lo mejor bajas la ventanilla, y el olor del mar y los árboles, del
trigo amarillo, de todo lo que todavía crece y se encoge, se hace
parte de ti. Tú te haces parte del paisaje. Creces también, cambias
como siempre les pasa a los protagonistas de las road movies.
Cada cactus, cada guijarro tras la cuneta tiene su propia elocuencia.
A veces pierdes la confianza de estar controlando realmente los
mandos, a veces te asustas, y a pesar de ello, sigues perseverando,
haciendo kilómetros lentos con la misma constancia con que cada
mañana te levantas. A veces llegas hasta a entender que, moviéndote,
estás siempre llegando a algún lado.
Y a veces el pájaro gris azulado, que ha vuelto, bate las alas delante de ti y hace piruetas en el cielo. Como si te reconociera.