La veo suspendida de la mitad de las
farolas de la ciudad, capaz todavía de hacerle sombra a las
bombillas. El blanco de la piel aquilatado por el vestido negro, la
arquitectura insuperable de sus cejas y de sus huesos. El pelo,
claro, ese tipo de pelo que tan fácilmente descarrila hacia la
greña. Ella es perfecta de todas las maneras, pero como más me
gusta es así, con el pelo largo y suelto, más que con el
sofisticado corte en aureola que redobló su estatus de producto de
lujo, su destino de icono. La veo en folletos y en cartelones,
apropiándose de las fachadas de un hotel y un teatro tan rancios
como las películas que se comió.
No sé cómo no hay más accidentes de tráfico |
De camino al gimnasio me topo con ella al
menos un par de veces, y en cada una estoy tentada a pararme. Stop.
Que se detengan reloj y rutina. Que cese el trasiego. Uno no puede
dedicarle un vistazo y pasar luego de largo. Pero es lo que hago,
porque a estas alturas de civilización audiovisual quedaría rarito
que me parase a admirar el cartel de una estrella de hace mil años.
Tan sabida, tan emblemática, tan inevitable como un refrán. Así
que busco con mis ojos su ojo casi escondido tras la melena. Como
excusándome. Es que se me hace muy tarde. Es que da susto mirarte.
La gente después me parece demasiado simiesca. Como si todos
nosotros fuéramos un esbozo en una servilleta y tú, sólo tú, la
obra firmada de Dios.
Yo siempre estuve enamorada de Ava. No
voy a cambiar de palabra. Enamorada. Crecí en una época en la que
la tele era una cosa distinta a la de ahora. Los sábados, tras la paella o el cocido de
sopa y pringá, solían poner películas viejas, y entonces era
cuando el puente hacia la purpurina y la ficción desbocada de
Hollywood se restauraba. En los ochenta, ese museo de estrellas
polvorientas e historias risibles todavía tenía poder para
encandilarnos. Anidábamos en el sofá y nos tapábamos con una manta
o, si nos hacían poco caso, nos tumbábamos boca abajo en el suelo
fresquito. Y volvíamos a ver películas que ya habíamos visto
antes, que ya eran viejas cuando nuestros padres las conocieron, que
podrían haber sido estrenos para nuestros abuelos, si no hubieran
vivido en un país de ocios raquíticos. Nos pasaba como a los
griegos y su teatro: las historias de siempre tenían aún cierta
vigencia, el esplendor de una estrella muerta hace eones en una
remota galaxia. El imperativo de la novedad radical no era aún dictadura: había dos canales de televisión, y una menor presión
por parte de lo inmediato. Así que el technicolor y los doblajes
pomposos no eran algo de lo que tuviéramos que
avergonzarnos. No los admirábamos mordazmente como se admira a lo
camp o a lo kitsch. No conocíamos el sentido de la
palabra bizarro. Tan sólo nos dejábamos arrastrar por la
sensiblería y el boato, por aquellos rostros y cuerpos que no iban a
pudrirse jamás.
Y el de Ava menos que ninguno. Una era un
cachorrito inmune a cosas extravagantes como el deseo o la sexualidad
y, sin embargo, cuando ella aparecía en la pantalla, podía notar el
cortocircuito, era tan sensible como cualquiera al poder de ese imán.
¿Qué podía ser? ¿Qué era lo que te envolvía y hacía que te
pusieras serio como un perro que oye ecos que tú no distingues? No
lo sé. Yo, como cualquiera, sabía de eso tan poco como para resumir
el arrobo pensando madre de dios, qué cosa tan guapa.
Ahora miro imágenes suyas, las estudio
en parte para satisfacer esa curiosidad, y en parte para que me
perdone por no plantarme ante sus carteles. Y sigo sin saber qué hay
detrás, allá a lo lejos, donde suenan los ecos. Está la perfección
física, por supuesto, alcanzada a golpe de genes, foco y pincel, y
en algunas fotos, una fiereza estudiada, la conocida sensualidad de
escaparate. Y luego está esa mirada que a veces, en fotos como las
de abajo, ya no puede esconder, y que no es melancolía ni tristeza,
pero que se les parece. Una especie de intuición de que eso que
encandila a la cámara y al ojo es una pura ficción, no porque sea
postizo, sino porque está yéndose, como se va siempre el tiempo:
justo en el momento de la captura, ya se ha esfumado. Ava nunca será
tan hermosa como la que acaba de escapar. Contemplo su rostro y no sé
por qué, me vienen a la mente recuerdos de una plenitud que, cuando
tocó vivirlos, pasó desapercibida. Cosas muy tontas: una toalla de
playa, mi nuca contra un abdomen moreno, una risa cualquiera, la vieja película de sobremesa, Mogambo.
Instantes triviales que, sólo por haber pasado, se han convertido en
mitos.
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