En mi gimnasio nuevo se ve el cielo.
Están todas esas máquinas por las que desfila la gente como en una
cadena de montaje, y está el olor animal, elegantemente camuflado
pero olfateable. Están las televisiones sin sonido donde se
desarrollan dramas de encuentro y desencuentro, falsos sueños
cumplidos y pena de niños que ya no se acuerdan de cuando en casa
había merienda. Todo aséptico, todo mudo y recubierto por una
música que incita a la sangre a correr por las venas. Están las
medias miradas desganadas al prójimo, y el entrechocar de planchas metálicas, y los mugidos de toro, y más que nada, el
ensimismamiento de cada uno trabajando por la idea de un cuerpo
correcto. Pero en vez de fachadas ciegas hay cristaleras, y uno puede
ver volar a los pájaros urbanos mientras pedalea.
No es lo mismo que hacerlo por el campo,
claro, rodando, avanzando, gozando de comprobar cómo tu cuerpo es un
vehículo capaz de llevarte lejos, subiendo y bajando por los caminos
como en un caballito clavado en el tiovivo del paisaje. Pero el cielo
es el cielo, aquí en la ciudad como en Groenlandia, y las nubes
también pedalean contigo, como miembros disciplinados de una peña.
Una mujer sacude una colcha en una terraza lejana. Un día alguien se
empecina en tomar el sol junto a la piscina exterior recién
clausurada. Al siguiente los jugadores de pádel son barridos de la
pista por un chaparrón repentino. Palomas surcan el aire como si se
las cronometrara. Los coches desfilan como ñus en migración.
Pedaleas, y pese al aire individualista y fabril de la sala, te sientes parte de un
ecosistema.
Mi gimnasio nuevo tiene artilugios
extraños en la zona de duchas y vestuarios. Hay una cabina de rayos
UVA arrumbada en una esquina discreta, una especie de huevo cromado
que parece el atrezzo de una película de astronautas de los años
setenta. Hay una secadora de bañadores que promete tenerme
embelesada como un niño que descubre el mecanismo de un grifo. Y,
sin embargo, hay tantas mujeres que se pasean desnudas sin darse
importancia, atareadas con sus geles y sus toallas y sus chanclas,
que aquello tiene un aire antiguo de fresco pompeyano o de harén.
Recuerda a tiempos tal vez nunca ocurridos en los que el cuerpo
femenino no era una zona de maniobras estratégicas.
En mi gimnasio nuevo hay comerciales que
te llaman cariño y te apuntan su número de teléfono particular en
una tarjeta. Si los miras con atención puedes adivinar casi el
número de calorías que gastan en el intento de aprenderse tu
nombre. Te hacen ofertas que caducarán en pocas horas, para
pescarte, y te hablan de proximidad y confianza como si tú no
llevaras las leyes del marketing encriptadas en el ADN. A la que a mí
me atiende el oficio le asoma con tanto descaro como tirantes de
sujetador pseudotransparentes. Pero se descompone cuando estamos a
punto de pisar un bicho salido de quién sabe qué boquete de su
Olimpo limpísimo, y gime de envidia cuando pegamos la nariz al
cristal que nos separa de una clase de danza del vientre, y hace
pucheros confesándome lo torpe y descoordinada que es ella para
seguir una coreografía. A mí me gana la ternura, y casi quiero
pasarle un brazo por los hombros, como si yo fuera su caballero
andante y ella, mi damisela. Le digo tan tranquila que la
coordinación mejora mucho en un gimnasio, que lo sé por experiencia.
Así es cómo descubro a la vez que he ganado en aplomo, y que le
estoy pisando su trabajo.
En mi nuevo gimnasio los monitores
rellenan una ficha con tus datos, y te preguntan cuáles son tus
objetivos con mucha seriedad, dando por sentado que eres una persona
estructurada que sabe de sobra de dónde venimos y adónde
vamos. Clavan su tercer ojo en el tuyo cuando les respondes que tu
objetivo básico es disfrutar, como si estuvieras usando una clave de
espías. Como me da la impresión de que ese objetivo no tiene la
suficiente enjundia, improviso diciendo que me gustaría ponerme
fuerte como una becerrita. El entrecejo del monitor de turno se
relaja. Esta sí era una respuesta válida.
En mi nuevo gimnasio hay un buffet libre
de actividades que te permiten hacerte una idea de en qué estación
de la vida te encuentras. Apenas sin tiempo para secarte el sudor con la camiseta, puedes pasar de darle puñetazos y patadas al aire, como
un niño hiperactivo ciego de anfetaminas, a pulir tu postura del
cadáver. Yo soy incapaz de completar la hora de
bodycombat, no sólo porque se me hayan puesto los brazos
rojos como sobrasadas, sino porque no hallo dentro de mí
ni una gota de agresividad a la que aferrarme para no sentirme una
mema. En cambio, en clase de bodybalance se me olvida echar una sola mirada al reloj de pared, porque en esa urna diáfana encuentro un reflejo de
la exploración en la que últimamente me hallo enfrascada. Ya sé
que allí podré practicar con mi cuerpo lo que quiero para mi psique. Consciencia. Equilibrio. Fluidez. Ligereza. Y robustez en las
piernas para poder sostener la cabeza con gracia.