Volví
esta mañana a mi puesto en el tejado pensando que iba a morirme de
dolor y de entusiasmo. Dolor en cada músculo, y un agotamiento me
parece que adictivo, y ganas de ser un diablo y de zamparme la comida
de los demás, sin dejarles una sola migaja, y luego de dormir,
dormir, dormir, como si pudiera, como si no supiera de sobra que no
iba a pegar ojo recordando todo lo que acababa de pasarme. Al final
conseguí volver en mí. Bajé del tejado justo cuando el corazón
quiso obedecerme, y di unos cuantos pasitos en dirección a la comida,
disimulando como pude cierta normalidad. Pit Bull, Biber y mi Hermano
estaban allí, en torno al lugar donde día tras día, de manera
bastante misteriosa, sigue apareciendo aquello de lo que nos
alimentamos. Era como si me hubieran leído en la mente la travesura.
Y me miraban. Podía notarlo a través de los párpados bajos. Yo tardé un poco en devolverles la mirada. Estaba tan
terriblemente cansado, y tan eufórico, y tan colgado de la sensación
de que de repente todo era nuevo y reluciente, que no podía soportar
verlos y percibir sus actitudes habituales, sus burlas, las mismas
frases hechas de siempre, y esos gestos suyos tan repetidos que
apenas si soy capaz de diferenciarlos.
Así
que seguí acercándome con la mirada gacha, en un gesto habitual que
ellos apenas sabrán percibir ya. Vi sus pies mucho más curtidos que
los míos, rodeando lo que debían de haberme dejado para el
desayuno. Y era mucho. Ellos ya habían comido; siempre lo hacen
antes. A veces Pit Bull incluso se salta alguna de las comidas, y
sin embargo, está cada día más grande. Tremendo como una de esas
extravagantes criaturas de pies redondos que utilizan los Gigantes
para ir más rápido. Quizás esta mañana tampoco se comió toda su
parte y me cedió lo que le sobraba. Me sorprendieron, la verdad.
Tanta comida, y el hecho de que parecieran estar esperándome.
Últimamente pasamos muy poco tiempo juntos.
Alcé
la vista, y entonces vi sus sonrisas: la de Pit Bull, socarrona; la
de Biber, coqueta; la de mi Hermano, pienso que orgullosa. Lo sabían.
Quizás recordaban lo que ellos mismos debían de haber sentido la
primera vez, con un poquito de nostalgia. De alguna manera sentí que
me envidiaban la novedad, y también que me acogían. Cuando Biber
dijo venga, Lento, cómetelo todo, que tienes que reponer
fuerzas, pronunció mi apodo como si el mismo lenguaje se hubiera
transformado. Como si Lento fuera el nombre de algún animal
recién descubierto, muy suave y muy elegante. Y entonces, cuando
quise contárselo todo, y en el buche se me apelotonaron las
palabras, fue cuando intuí que tal vez nuestra manera de
comunicarnos sea un torpe intento de expresar este salvaje
entusiasmo. Vale, también nos sirve para alertarnos unos a otros de
un posible peligro, o de un cambio amenazante. O para, llegado el
momento, tragarnos la vergüenza y declarar que tal vez entre tú y
yo podríamos construir algo. Pero esto que yo quería decirles, y
que no, no me salía, esta cosa tan excesiva, que me abrasaba, que me
disparaba de nuevo el corazón no tan domado como creía... Esta, no
lo dudo, debe de ser la razón que le da sentido a nuestra vida.
En
este momento quizás sabría ordenar mis sensaciones para poder
compartirlas con ellos. Pero se han marchado. Dejaron que me
atiborrara, dirigiéndome todo el rato esa mirada tan parecida a la
de los Padres, y luego se apartaron discretamente, sabiendo mucho
mejor que yo que en realidad sí que iba a quedarme dormido. He
despertado hace poco, solo y confuso. Han sido tantos los sueños,
que al principio pensé que en realidad aquello no había sucedido.
El dolor, sin embargo, lo delata. De la cabeza a los pies, y hasta la
última pluma. Apenas si puedo abrir los sobacos. Me pregunto si
podré volver a hacerlo, y cuándo. Quizás Pit Bull sabría
explicármelo. Es normal, Lento. Espera un poco, Lento. Tomátelo
con calma, Lento. Tomátelo con calma. Tiene gracia. Lo haces
muy mal, Lento. No, así no, so burro, no te tires de cabeza. Tal
vez Pit Bull pueda enseñarme alguna técnica, si no le importa que
un día salgamos juntos.
Ahora
me ha costado la vida volver a encaramarme al tejado. La Gente Grande
sigue pasando incesantemente, ahí abajo, y yo los miro como si ellos
sí que fueran un sueño. Andan, andan, quizás un poco más torpes
que antes, porque el calor viene apretando. Se los ve cada día más
desnudos y más frágiles. Para mí siguen siendo un enigma, y sin
embargo, no creo que nunca vuelva a querer moverme como ellos. Porque
está claro que no saben despegar los pies del suelo. No saben
flotar, ni dejarse arrastrar por las corrientes de aire, ni caer en
picado hasta que la mente se nubla y el cuerpo parece a punto de
desintegrarse, y uno se convierte en pura energía. Bueno, tampoco es
que yo sepa muy bien aún cómo hacerlo. Al fin y al cabo, yo soy un
Lento, y este de hoy ha sido mi primer vuelo.