No
somos buenos amigos, el frío y yo. Yo hago escarnio de él a poco
que la temperatura baje de los siete grados; él se venga, haciendo
que la vida huya de la yema de mis dedos, y que mi sombra parezca,
cinco meses al año, prima de la de Quasimodo. Mucho peor: sabe cómo
hacer para que me convierta en una persona absurda. Un ejemplo. La
cuarta uña de mi mano derecha está empezando a adquirir un bonito
tono violáceo. ¿Por qué? Porque tengo espíritu de cochino jabalí,
o sea, que soy com-ple-ta-men-te incapaz de no meterme en el buche
todo fruto comestible, y sucedáneos, que me encuentro por el monte.
Razón por la que las seis horas de la tarde del viernes pasado me
encontraron afanándome debajo de un almendro. En ese momento vecino
de la noche, cuando la temperatura ambiente rondaba los dos grados
sobre cero en la escala Celsius, a servidora no se le ocurrió nada
mejor que ponerse a golpear piedra sobre cáscara, como buena
Neandhertal que es. Y para realizar tan peliaguda tarea, no le
pareció conveniente despojarse de los guantes polares que la Junta
de Andalucía tiene a bien aportar a su uniforme. ¿Adónde apunta
toda esta tensión narrativa? Efectivamente. A mi dedo anular
derecho. Todos los gags acaban igual. El almendruco queda reducido a
esquirlas de tamaño milimétrico, como si le hubiera caído El
Meteorito encima, y por mi parte, durante la hora que tardo en
recuperar la conciencia digital, sufro temiendo que jamás podré
volver a colocar una sola tilde en mis textos tecleados.
Y,
aunque me haría bastante feliz que, gracias al cambio climático, en
las escuelas sólo pudiera corearse el estribillo
“primavera-verano-otoño, primavera-verano-otoño...”, soy capaz
de guardarme el rencor, y de encontrar algunos motivos por los que
dar las gracias al invierno.
Lo
mejor, sin duda alguna, es el sol. En invierno, el sol es
introvertido y dulce como un cervatillo. No apabulla, no arrasa, no
aplasta. Tú vas callejeando por el centro lóbrego de la ciudad,
doblas una esquina, y entonces ahí lo tienes, el sol, que se pone a
dar pasitos cortos a tu lado, como si su único propósito, desde el
Big Bang mismo, hubiera sido hacerse amigo tuyo. El sol de invierno,
después del castigo de sombra que impone un temporal, abrillanta,
afina los contornos de las cosas, y devuelve a las terrazas a la
gente envuelta en espesores de medio metro de ropa. El sol de
invierno hace que las hojas muertas parezcan a punto de revivir, y
que uno se sienta como en París, en el día de la Liberación. El
sol de invierno logra que te sientas gato.
El
invierno, además, huele de escándalo. No importa que vivas en una
ciudad, porque es como si de la tierra, desde debajo del asfalto, de
los cables de teléfono y del alcantarillado, ascendiese un remoto
aliento de chimenea. Huele a leña, a horno de pan, a abuela. También
está rico, el invierno. La panza se reconforta con un linaje de
pucheros; las comidas son lentas, espesas, como si en vez de la olla,
hubieran salido de un alambique. Las manos se abrazan a la taza de
café, y en cada merienda, la nostalgia del chocolate caliente te
hace un poco más niño.
Si
no hubiera invierno, la savia no dejaría de fluir por las venas de
los árboles, y las hojas no caerían como costras secas de una
herida. Sin la penosa certeza del frío, no existiría la lujuria de
colores del otoño. Las hojas bailarían hasta el suelo. Se perderían
los preciosos sonidos crujientes de los parques. Esa luz dorada en el
bosque no te haría casi llorar. Sin invierno, no habría ramas
desnudas en los matorrales: las bolitas rojas de los majuelos, los
kakis reventones, seguirían escondidos entre un lío de hojas, y
cada rincón de Andalucía donde crecieran dejaría de parecerse un
poco a Japón. Sin el frío de las madrugadas, ya no brotarían
flores de escarcha entre la hierba.
Si
no fuera por el invierno, uno nunca llegaría a ver con sus propios
ojos la respiración de los campos. Hace frío, frío, frío. Tu cara
podría perderse por detrás de la nube de tu propio vaho; y es el
mismo vaho que exhala el barbecho, o ese mulo de ahí al que la
hierba congelada no le tienta demasiado, o el que libera el lecho del
río, haciendo que te sientas en medio de una leyenda artúrica. Hace
frío, y puedes darte cuenta de que formas parte del coro de la
naturaleza.
Si
no hubiera invierno, no necesitaríamos tener una mantita suave a
mano, y la siesta en el sofá tendría mucha menos gracia. Si no te
costara tanto desnudarte para meterte en la ducha, el agua caliente
que corre por tu espalda no sería una bendición tan grande. Si no
hiciera frío, no te echarías el vaho sobre la punta insensible de
los dedos, y no conocerías la ternura que contemplar ese gesto en
otro te provoca. Si a la gente no se le quedaran las manos heladas,
faltaría otra excusa para trabar intimidad. Gracias al frío,
tenemos permiso para achucharnos contra otro cuerpo.
Uno es más de verano. Pero me niego a tomarle tirria a alguna estación. Cada una tiene su puntito y, desde luego, has descrito muy bien esos matices que hacen del invierno algo encantador. Te lo digo ahora que estoy con la estufa bajo la mesa mientras escribo y la temperatura es acogedora mientras veo el vaho de la gente que pasa alrededor. Claro que luego hay momentos, esta misma madrugada, en el que no sabía como colocar la bufanda y el gorro de lana para que no pasase el frío artíco mientras pedaleaba al curro.
ResponderEliminarNo, no, no estoy de acuerdo!
EliminarRespetable, sí, pero ¿encantador? Ni de coña!!
(Las bufandas son hijas secretas del Maligno)
Precioso, Silvia... Lleno de imágenes y muy verdadero. Auténtico lo del sol ("los buenos ratos, el sol de enero", que diría Maldita Nerea). Lo del aliento a chimenea, el bendito olor a frío, la excusa para la intimidad... Muy bonito, de verdad. Y te lo dice una que lo primero que ha dicho esta mañana ha sido algo como "me voy a cagar en Dios con el puto frío".
ResponderEliminarUn beso grande.
Gracias, bonita.
EliminarSi creas un grupo de Facebook para meterle una paliza a Dios, me apunto de cabeza. Si hoy me tuvieran que cortar los dedos, y ya hubieran privatizado también la anestesia en los hospitales, ni cuenta me daría.
Otro beso para ti.
Que sepas que te estoy esperando con una olla de callos.
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