Qué palabra, ¿no? Tita. Llegó un
momento en nuestras vidas en que las palabras se nos fueron quedando
cortas o insuficientes. Tú y tu hermana eráis ya bastante más que
las hermanas de mi madre, y tita era poco menos que la más
ñoña de las palabras del diccionario. Yo había aprendido mucho
tiempo atrás a sonarme los mocos y a no hacer pucheros en público,
y comprendía, con un punto de jocosa nostalgia, el alivio que os
suponía no tener que comprar más regalos navideños a unas sobrinas
que ya no creían en nada. Crecí, fui sumando cursos y
desaprendizajes, y hasta comencé a ganarme el sueldo. Había llegado
la época, quizás, de llamarte por tu nombre de pila. Y, sin
embargo, nunca me salió con naturalidad decirte Juana. Llamabas por
teléfono, y yo respondía con un neutral tía, o un juguetón
Juanita, o un afectado y meloso tiíta.
Hoy necesito aquella vieja palabra de la
infancia. El invierno ha entrado de golpe, y en la ciudad las calles
huelen igual que las Navidades de tu pueblo. Afuera el aire está
intratable, pero aquí, bajo la campana de luz que me regala la
lámpara de pie, se lee y se escribe con los pies calentitos, y una
se siente prácticamente a salvo. Si suspendo por un momento mi
visión lateral, casi puedo afirmar que estás un poco a mi
izquierda, hundida en tu sillón azul, con las gafas que ya necesitas
para leer, o con la cabeza acercándosete sospechosamente al hombro.
Mi madre también está ahí, muy recta en su silla, pasando las
hojas de una revista, y vuestra hermana Esperanza, que le ha echado
huevos, y ha salido al patio para hablar por teléfono. Llega el
frío, nos refugiamos, y en estas horas largas de tarde, el mundo
entero se reduce a una sala de estar caldeada. Mira si tenemos
suerte. ¿Y quién me convence de que esta luz de tonos ámbar no es
la misma que alumbra en tu casa, y que no seguimos allí reunidas,
cuidando un rato de silencio antes de la cena?
Tita, no voy a engañarte. No voy a decir
que me acuerde de ti todos los días. De vez en cuando paso junto al
portal de uno de los edificios donde viviste, y una cuña de
remordimiento se introduce en mi consciencia, sin que lleguen a
saltar astillas. No dura mucho. Te recuerdo, me asombra que no lo
haga más a menudo, y prosigo la charla que traía. Otras veces te
invoca el corte de pelo de alguien, o una comida muy salada, que es
como preferías el arroz o la poca lechuga que tolerabas. Hoy, en el
coche del trabajo, iba escuchando la radio. Un psicólogo contaba
que, como sabía de sobra que los manicomios enloquecen, había
decidido montar una empresa de yogures, para que los enfermos del
hospital psiquiátrico donde trabajaba se sintieran útiles y
ocupados. Y, perdona, pero cómo no iba a acordarme de ti. ¿Cómo
iba a poder saltar graciosamente sobre la pena de imaginarte
ingresada en aquella planta de agudos, que debía de compartir
frontera con el infierno? Imaginarte, sí, porque allí nunca te vi,
una más entre tantas criaturas sin rumbo ni coordenadas, acosada por
los delirios propios y los ajenos, por miradas terriblemente fijas y
miradas a duras penas humanas, entre chicas que habían dejado de
comer hacía un año, y pobre gente de la que tal vez te avergonzara
no fiarte, y que, como tú, no comprendería por qué había sido
encerrada.
Cómo no iba a acordarme de tus
esporádicos intentos de acorralar la enfermedad, y de cuando
empezaste a colaborar en la asociación de salud mental. Ibas y
venías, salíais de excursión, preparabas debates. Andabas atareada
y pendiente, le dabas la bienvenida a los nuevos socios, tan
frágiles, y ponías tu risa de camionero a disposición de quien
necesitara usarla. Ahora me pregunto si aquella vía no podría
haberte conducido a un lugar un poco más cercano de adonde te
marchaste. Quizás, una de aquellas tardes, hubieras encontrado una
reserva escondida de motivación a la que aferrarte. Quizás tus días
hubieran podido empezar a estructurarse en torno a la voluntad de
ayudar. Quizás eso hubiera regado tu voluntad de seguir preparando
tus comidas, seguir paseando por la ciudad con atención, seguir
devorando libros, y compartiendo tarta y cine con tu hermana y tu
sobrina.
Querida tita, quiero llamarte así, y
recordar cómo eras cuando yo usaba todavía esa palabra. Para una
mocosa que leía novelas de Julio Verne, tener una tía como tú
suponía una especie de plus. Qué poco te veía, en realidad, qué
poco sabía de ti. En tu historia de entonces relumbraban los viajes.
Te ibas sola a Marruecos, traías diapositivas de Samarcanda. Y te
preciabas de saber dialogar con los niños. Mi madre hacía de madre
y regañaba. Tú nos llevabas aparte y, con voz conciliadora,
tratabas de convencernos mediante una razón híbrida entre la adulta
y la infantil. Era exótico, casi novelesco, tener una tita como tú.
Era fácil ser tita tres veces al año, pero entonces también era
mucho más fácil ser sobrina. Fui creciendo, y dejé de querer
parecerme a ti. Y ahora esa clase un poco mezquina de orfandad hace
que me sienta culpable.
Tita, por aquí las cosas no andan mal.
Hace frío, pero todavía tenemos la suerte de poder refugiarnos y
abrigarnos. Laura se ha casado, y Ana sacará adelante a otro niño
tan dulce como el primero. Mi madre no puede creerse todavía que no
estés, y yo no recuerdo haber vuelto al cine sin ti y con tu hermana
Esperanza.
Todavía no.
ResponderEliminarTodavía no se supera ni se olvida.
Eliminarhola silvia,que carta mas bonita y emocionante le as escrito a tu tita
ResponderEliminarGracias, tita.
EliminarEscribo sólo para decir que no tengo nada que decir. M.
ResponderEliminarA eso se le llama silencio creativo.
EliminarHace tiempo que no sacaba un rato para leerte,y hoy que lo tengo,pum,voy y me encuentro esto...Creo que todas las sobrinas pensamos lo mismo,la palabra tita,se nos fué borrando,en uno de sus malos momentos,yó la llamé Juana,y ella me contestó:¡¿desde cuando tú me llamas Juana?!.Pero había gente delante y a mí me dió corte llamarla TITA.Gracias Silvia.
ResponderEliminarEs que uno de los efectos más duros de enfermedades como la suya es lo difícil que pone a veces a los que estamos cerca conservar la compasión y la calidez. Un beso muy grande, Anita.
EliminarTuve el placer de compartir con ella y con Esperansa un té en la Calle Elvira e intercambiar palabras y sonrisas en uno de los días en los que era Juana, la hermana díscola pero encantadoramente traviesa e ingeniosa. Tuvimos una especie de relación, breve pero intensa. Seguí sus sufrimientos. Y aun me duele aquél correo en el que me dijeron que se había ido. Es jodido que me la hayas recordado. Ojalá descanse donde esté.
ResponderEliminarRecordar es jodido y fundamental. Lo único bueno de su final es que su dolor se acabó, aunque ello multiplicara el nuestro.
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