Tengo una relación
tormentosa con el lenguaje. Por un lado, me parece una estafa
solapada tras una insuperable estrategia de marketing. Por otro, me
duele en el alma. Estoy varada en la orilla de esas dos corrientes contrarias.
Aunque no es eso por lo que
ya apenas publico lo que escribo. Es curioso, pero el pasado 28 de
julio volví a escribir a mano en la libreta más anodina que pude
encontrar en una papelería, y desde entonces no he faltado ni un
solo día a mi cita. Cada noche, antes de cenar, me lavo la cara de
mugre urbana y le arranco frases a mi nebulosa interna. Una cuestión
de higiene que se ha terminado convirtiendo en una comunión conmigo
misma. Pero cada vez me cuesta más salir de lo puramente físico, el
roce tan suave del cuaderno en la pulpa de la mano, la esquividad del
bolígrafo contra los dedos. Tanto como me cuesta vestirme para salir
a la calle. Por pereza, claro, pero también por decencia. Tengo la
sospecha de que ya he construido lo gordo, y que apenas si me queda
ya material para retoques en la fachada.
Pero al lenguaje. Es que es
tan mecánico hablar, y tan arduo ser honesta. Tan natural esa
conmovedora farsa de querer hacer pasar un par de saludos, unas
florituras corteses, por algo así como una conexión humana. Te
saludo, intercambio contigo frases, confiamos en nuestra pericia como
seres sociales, y cuando llego a casa y me libero de ropa ajustada y
fórmulas cordiales de lenguaje, me doy cuenta de que no te he mirado
apenas a la cara. No me ha sorprendido el prodigio de tener enfrente
a otro ser lleno por dentro de emociones encubiertas. Las palabras se
quedan flotando en torno a nosotros como bolsas de plástico
desechadas que terminarán formando en el mar islas ¿de mierda? Que
se comerán después las tortugas creyendo que son medusas.
Así que no le tengo un
respeto loco a lo que se edifica con un material tan deleznable como
las palabras. Y, sin embargo, me aflige que se adultere y se
pervierta no el idioma en sí, sino la expresión misma. Que se pueda afirmar cualquier cosa sin que pase antes por un mínimo filtro de
verdad o de prudencia. Que cada vez sea más difícil aventurarse por
ciertos territorios de opinión sin recibir una lluvia de dardos a
cambio. Que se pueda decir todo, que no se pueda decir nada. Diarreas
verbales que no escandalizan, ocurrencias más o menos oportunas que
despiertan cruzadas en contra. Palabras que se podan del discurso
cotidiano. Hábitats verbales que se alteran y se fragmentan y
menguan tanto que amenazan la supervivencia de ciertas especies.
Hace poco me pasé un buen
cuarto de hora intentando identificar qué ave rapaz se había
adueñado de la lente de mi catalejo. Me daba la espalda, acuclillada
entre unos carrizos, mientras comía. Tan ajena a mi fijación por
los nombres. Que fuera exactamente águila calzada o aguilucho
lagunero, poco le importaba a ella o a la presa que despedazaba. El
lenguaje rebotaba contra su realidad incontestable.
Pero no soy precisamente
original si digo que el lenguaje engendra realidades. Y que cuando el
lenguaje es amputado por interés o desidia, cuando se manipula, se
esquilma o se deja morir de hambre, la realidad flaquea en paralelo.
La vida rural se desangra a la vez que las palabras que la designan.
La naturaleza ¿se nublará un poco más en nuestro afecto si
empezamos a nombrarla con sucedáneos?