Hace tiempo yo publicaba
textos a menudo, conquistando lo no dicho a la manera de los peones
del ajedrez, día tras día modesto, casilla a casilla. Después fui
saltando por las semanas como los caballos, y aún así, apenas
reconozco aquel tiempo como mío. Igual que los peces payaso, ahora
me parece como si entonces hubiera nacido siendo del sexo contrario,
como si esa exuberancia fuera una cosa inventada. No es que me fuera
secando, es que me salió madera poco a poco. Se me calmó la savia y
se me volvió más dulce, jarabe de arce, para lubricar los fríos.
El silencio es un ecosistema maduro que se alcanza después de
colonizar paisajes quemados con palabras y más palabras.
He leído algo al respecto
que me ha tocado, en “El alma del mar”, de Philip Hoare, uno de
esos escritores del derredor íntimo que se ponen en contacto conmigo
mediante infrasonidos:
“Como todos los
capitanes (de barco), Lumby jamás ha tomado una fotografía a una
ballena.
No le hace falta. Están
todas ahí dentro, en su cabeza.”
A veces me creo
transitoriamente incapaz de escribir de modo ortodoxo,
sujeto-verbo-predicado, la eme con la a, ma, ma más ma
hacen mamá, y entonces me consuelo diciéndome que está todo ahí
adentro, en mi corazón, en mi cabeza, y que el pasmo de estar viva
no precisa en realidad ser imperfectamente expresado en signos. He
incorporado a mi sangre al árbol, el olor de los brezos, la pena o
la esperanza en el ojo ajeno, completos, sin mutilar, sin estrujarles
los fluidos al embalsamarlos en frases o párrafos.
Otras veces, en cambio, me
digo que hay que seguir diciendo, porque quizás, no, seguramente, lo
que amo o lo que temo es exactamente lo que tú amas y temes, y
quizás, sólo quizás, dentro de tu corazón o tu cabeza todos esos
amores y miedos son como aromas tenues e incógnitos que no han
encontrado todavía su forma.
Y así me digo que tengo que
contarte cuando me vi rodeada de zorros muertos. No recientes, te
imaginas. Nueve, eran nueve, ni uno más ni uno menos. Y apenas me
causó espanto, porque tengo ya un callo en el alma a fuerza de ver
cadáveres de animales. La podredumbre ya no me arranca arcadas; los
gusanos son gusanos, una estación más del ciclo.
Pero cuando llegué a casa,
me quité la ropa de trabajo y mi insensibilidad se escurrió por el
desagüe de la ducha. Y entonces, limpia ya de hábitos, me prohibí
la indiferencia, porque si la muerte deja de impresionar, si se
pierde de vista esa sombra, la existencia misma se vuelve plana. Me
enrosqué esa noche en mi cama, trémula. La duermevela iluminó a
mis zorros, los reanimó desde el mismo momento en que dejaron de
tener fuerzas para seguir pataleando. Se debatieron, aullaron,
cayeron. Olisquearon aquí y allá, zascandilearon. Se siguieron
entre sí, se mordieron los costados, rodaron por la hierba, ebrios
de juego. Oyeron croar a las ranas como quien contempla de repente al
deseo hacerse carne y aproximarse. Se estiraron como yoguis.
Despertaron del sopor de una tarde cálida de finales de verano.
Quizás recónditamente asombrados de, a pesar de las trampas, seguir
vivos.
Como tú y yo, cada mañana.
Tengo árboles, ballenas y zorros en el corazón y la cabeza. Tengo
el miedo a morir y a ignorar la muerte; tengo por encima de todo el
júbilo de formar parte de una red que intercambia energía y
materia. Escribo sólo para compartirlo, y para que también ahí, en
tu cabeza y tu corazón, los amores los miedos hagan acto de
presencia.