No sé qué demonios hago parapetada
detrás de una pantalla, teniendo un día glorioso de soleado otoño
por delante, lamiéndome las entrañas, cercándome. Tarde o temprano
dejaré de escribir así, a contravida, por la misma razón que me
llevará a no ir más al gimnasio: no tolero el sabor de los
sucedáneos. La comida con edulcorantes me provoca cólera y arcadas.
Sudar y jadear en una habitación llena de metal y desconocidos es un
sustituto mohíno del bendito juego físico de los cachorros. Y
escribir textos más o menos pulidos y preparados para el consumo me
acerca tanto al corazón de los otros como las algarrobas al
chocolate.
La escritura aproxima relativa y
fugazmente a los que están lejos, aleja a los que están al lado,
con su olor y su nombre propios. Me cuesta manejar ese doble filo sin
cortarme. Me cuesta renunciar a estar en el recreo, ahí afuera.
Pasar la mañana bajo un naranjo, intentando pillar in fraganti la
operación secreta por la que el sol se transforma en color, vitamina
y azúcar. Moverme naturalmente, con propósito, en todos los planos
del espacio. Pero ¿puedo estar a la vez en dos sitios, hacer a la
vez un par de cosas opuestas? Mirar y escribir. Encerrarme y moverme.
Estar lejos y cerca.
A menos de veinte metros un pino y un
olivo confunden sus ramas como dos siameses sus órganos, dos
adolescentes sus ortodoncias. En lo que llevo escrito se me ha ido el
santo al cielo al menos tres veces explorando, sin mucho éxito, en
qué punto un árbol deja de ser otro. Preguntándome si me parezco
más al pino, en su resistencia arrogante, al olivo, en su
dadivosidad a pesar de los nudos, o más bien al margen
indistinguible entre ambos. Al fondo lo que mi razón reconoce
habitualmente como Sierra Bermeja. Hoy es una línea oscura que se
abomba como un cachalote, un perrazo holgazán como Bola, recostado
con el hocico entre las patas. Adivinar formas en la geografía
cambiante es otro de mis despistes favoritos. Me encanta pensar que
lo que parece estable es en realidad fluido. Desde donde estoy ahora
distingo las antenas de la cumbre. Pajarillos picoteando insectos en
la joroba de un búfalo. Inconcebible que ayer mismo yo estuviera ahí
arriba. Y que tenga que aceptar como lógico que sean un mismo sitio.
Ayer una masa monstruosa de roca que aloja en sí todavía el fuego
del interior de la Tierra, rojo y verde ahogando la vista. Hoy una
silueta recortable que puedo seguir con el índice. Que la
inteligencia acate el juego de la perspectiva como algo normal es una
monstruosidad y un milagro.
Y es que a poco que mires lo aceptado se
desactiva. Tendrías que haber visto, allá arriba, al pinsapo junto
a la antena de telecomunicaciones. Ambos desmesurados y arcanos.
Ambos hablando idiomas inaccesibles. La antena, un faro que emite
señales a navegantes de otros planetas. El árbol creando bajo sus
ramas una verdadera noche nórdica en una mañana de sol
deslumbrante. Conectando ambos tiempos y espacios lejanos. Monstruos
milagrosos, no tan opuestos como pareciera.
A poco que se te vaya el santo al cielo y
a las ramas el paisaje se desarbola. Los límites se difuminan. Lo
humano deja de ser lo que está enfrente y encima y en contra de la
naturaleza. La escritura ya no es ese ejercicio ensimismado y alejado
del mundo. Lo que está lejos se acerca; entonces y quizás se
vuelven ahora. La tapia entre el aula y el patio de recreo finalmente
se derrumba. Puede que siga escribiendo de esta forma.