Estos días estuve de curso
a tres pasos de Doñana, donde el cielo es malva antes de ponerse un
pijama rojo y al horizonte no lo fruncen las sierras. Tierra
inconclusa, reino anfibio: llegar, quedarte y comprobarla no
conseguirán que su leyenda desluzca. Me quedé tan cerca esta vez
que se redobló el hechizo. Y ahora, a más de trescientos kilómetros
de distancia, un lazo imantado da tirones de mí y me reclama.
Pero aunque pude escuchar a
las sirenas, hice mi curso sobre el impacto de los tendidos
eléctricos en la avifauna y aprendí mucho. Recordé que el ser
humano es una especie con una voracidad de energía insólita. Ponte
en cuadrupedia y piensa en un animal cualquiera de tu tamaño.
Compara ahora las calorías que necesita para desarrollar sus
funciones vitales un carnero, por ejemplo, con las que tú necesitas.
No me refiero sólo a lo que comes, sino a toda la energía que
requieren tus desplazamientos, la construcción de tu refugio, las
horas que no dedicas estrictamente a procurarte alimento o pareja.
Haz las cuentas y comprenderás que, aunque todas las plantas y todos
los insectos puedan pesar más que nosotros, los humanos engullimos
sol en sus diversas recetas como ninguna otra especie. Padecemos de
una bulimia incorregible. El planeta entero chapotea en nuestro
vómito.
Aprendí que no sé nada
apenas de cómo opera este mundo. No es que no me entre completamente
en la cabeza la física subatómica. Tampoco que no capte el dibujo
que forman al entrelazarse los seres vivos. Hay cierto punto en que
acepto del mismo modo que a relatos fantásticos las teorías acerca
de cómo funciona la mente y cómo la electroquímica cerebral se
traduce en humores y recuerdos. Vivir es desconocer y me doblego a
ello. Pero lo que sí me produce sonrojo es saber tan poco sobre las
fuerzas que hacen posible y modelan mis actividades más básicas. Sé
tanto de lo que ocurre cuando pulso un interruptor de la luz como de
lo que sueñan los elfos. El porqué de que las aguas negras y las
potables no confundan nunca sus rutas. Nunca me he planteado cómo se
mantienen congelados mis guisantes. Cómo una placa eléctrica me
concede el don alquímico en la cocina. Cómo y desde dónde se
levantan los paisajes musicales que surgen de mis auriculares. Mi
vida no se entiende sin electricidad. Mi vida cotidiana está
sometida a la magia hermética.
Aprendí cifras intolerables
acerca de muertes de pájaros. Cada vez que enciendo la luz me
convierto en cómplice. El olor a pluma quemada no llega a mi casa.
Sería de justicia que pasara eso.
Pero aprendí también, y se
lo debo a la gente que me encontré allí, que mi fe es
recalcitrante. Las evidencias nos aventajan: los mares son un erial;
el aire está erizado de trampas y es apenas respirable; la tierra
huele a cadáveres; los ojos están dejando de buscarse. Y sin
embargo, creo que aún hay antídotos válidos contra la mezquindad y
la rapiña. Creo que encontraremos modos de vivir más limpiamente.
Creo que las pequeñas cifras terminarán decidiendo el resultado de
las cuentas. Creo que la bondad, practicada en gestos mínimos que no
esperan recompensa, alcanzará a rastrear y desactivar minas. Creo
que quedan personas para las que el compromiso no es una palabra
hueca. Personas con una luz adentro que se transmite pero no
electrocuta.