Es una pena que por culpa de
los clichés dé apuro decir algunas cosas. Como que sólo tenemos
una vida y un planeta. Que tu verdadero capital es el amor que
entregas. O que viajar en tren es bonito. El mismo concepto de
bonito, incluso. No sé si es la edad o respirar una atmósfera
saturada de mensajes: hay demasiadas buenas ideas desfondadas. O
demasiada poca inocencia.
Pero a quién, libre de
estrés post traumático, no le gustan los trenes. Por qué
desplazarse en autobús, por ejemplo, carece de mito. Creo que la
culpa no es sólo de la literatura o el cine. Creo, intuyo, que la
velocidad tradicional de los trenes rima de alguna forma con la
cadencia de nuestra mente. Creo que la linealidad de los raíles hace
bailar al paisaje como ningún otro medio de transporte. La carretera
se integra en las formas sinuosas del mundo y en cierto modo así las
oculta. En cambio la vía de tren atraviesa: mirar el paisaje desde
esa perspectiva es como ir de jinete a la espalda de un águila.
Árboles, tendidos eléctricos, chabolas o cortijos en ruinas: todo
gira, hace una reverencia antes de despedirse. Como si no fueras tú
el que se moviera. Como si por fin fueras capaz de percibir el
desplazamiento íntimo de la Tierra.
Y a quién no le gustan las
estaciones ferroviarias modestas. Sus aleros, sus colores, sus
delicadas viseras de madera o hierro. En algunas todavía, las
macetas. Como si quedaran tesoros de tiempo sin expoliar para
regarlas. Las estaciones de pueblo son tiernas y elementales como la
cara de Heidi, vestigios de un mundo aún cachorro. La boca tímida
del túnel que conduce de lo pequeño a lo grande, lo rural a lo
urbano, lo familiar a lo extraño. Entre tren y tren que para, o a lo
mejor ni eso; entre la expectativa de quien se marcha y la
perplejidad de quien regresa sin saberse cambiado, queda el silencio.
Pararte ahí, sentirte perdido e insignificante en esos intermedios,
te predispone a entender después el lenguaje de lo que habitualmente
no hace ruido, el zumbido de las cosas pequeñas. Yo no sé si lo
entiendo bastante, pero mi vida adulta comenzó así, los codos sobre
las rodillas, la cara entre las manos, esperando a ningún tren en la
estación de Jimena, presintiendo que el tren era yo misma.
Yo echaba la siesta en ese banco. Le he tomado prestado la foto a esta buena gente. Estudiaros la ruta, que lo merece. |
Hablo hoy de esto por una especie de nostalgia. No por vivir en una ciudad de la que no salen y a la que no llegan trenes desde hace más de tres años, sino porque pienso que mi vida consciente se ha convertido en el AVE. La primera vez que viajé en uno de ellos fue en octubre pasado, y la experiencia me resultó a la vez asombrosa y frustrante. El tren más parecido a un cohete pasaba a la altura de las viejas estaciones infantiles raudo como un desprecio. No me daba tiempo a leer los carteles, a pronunciar mentalmente el nombre de los lugares, haciéndolos así reales. Últimamente tengo la sensación de que también yo me conduzco de ese modo: voy, voy, voy, me dirijo directa de un punto a otro sin pararme. Paso de largo de las motivaciones que puntean cada cosa que hago. A veces puedo ver desde la ventanilla la cola difusa de un deseo, una verdad o una desgana que no identifico. No me da tiempo tampoco a leer los nombres de mi mapa.
Y es curioso, porque a mí
cada vez me incomoda más el viaje por el viaje, por el puro hambre
de desplazamiento. Echo de menos el silencio entre trenes en las
pequeñas estaciones de pueblo. ¿Un propósito? Encontrar el tesoro
de tiempo para volver a regar las macetas.