Ese
momento que espero sin querer apenas, porque no quiero enturbiarlo
con mi expectativa. La cita del domingo, podría llamarlo. Con su
tenue aura alrededor de la que sólo yo soy testigo. Como ocurre con
toda ceremonia íntima. Que me gustan los domingos es una cosa vieja.
No comprendo que estén tan mal vistos. Hay quien no puede tolerar la
parsimonia con la que parecen deslizarse, el tic tac, tic tac, tic
tac que se recrea en la pausa. Precisamente eso es lo que a mí me
priva. Tic. Silencio. Tac. Por fin la tregua.
O
quizás resultan medio intolerables porque son cajones de salida. La
carrera de los quehaceres está a punto de comenzar: todos a sus
puestos. El atleta se revuelve, mira al frente, el ceño fruncido y
los brazos en jarra; apoya en el suelo de diez formas distintas el
tobillo inestable; ¿lo dejará esta vez tirado? ¿Será capaz de
completar la prueba? Esta sucesión de exigencias que,
tictac/tictac/tictac, no para nunca.
Yo
he montado mi cita para desactivar esta ansiedad de atalaya. Quiero
acampar un rato en tierra de nadie. Entre el ocio ajetreado y la
diligencia de los días hábiles. Reservar lo mejor de mí misma para
nada. Como una falla de Valencia entregada al fuego. Me tumbaré en
la cama. En el sofá no. Ese es un ecosistema abigarrado, y yo soy
todas las relaciones que establezco. La miga de mi ceremonia es
dejarme aparcada un ratito. Yo sola a oscuras. Y negarme.
Siempre
somos interrogados acerca de lo que hacemos para sentirnos llenos. A
mí se me ocurren infinidad de cosas. Soy un sí montado encima de
unos pies de la talla 37. Leer sí, escribir sí; correr, saltar y
sacar músculo. Sí, mirar de cerca las plantas y las montañas de
lejos; arañar con una uña de bebé la costra del mundo a golpe de
móvil. Sí, sacar de la nevera lo que haya y hacer toda clase de
permutaciones. Sí, sí, sí, como en ese anuncio de perfume idiota.
Demasiado apetito para un zapato pequeño.
Mi
ratito secreto incrustado en el domingo se dedicará a todo lo
contrario. Solamente un ratito, después de sudar y escribir estas
líneas; antes de encender la vitrocerámica y el horno y hacer
cuajar comida y amor. Me despojaré de cada capa jugosa y dulce hasta
alcanzar mi hueso. A cada sí lo emparejaré con un no. No cavilar.
No andar pendiente. No tratar de entender la realidad entera de
golpe. No empezar. No progresar. No
terminar. No hacer, en definitiva. No ser a través de lo que
emprenden las manos inquietas. No dar testimonio ni explicaciones de
mí misma. No buscarme en la mirada de los otros. No exhibirme. No
cavar trincheras alrededor de la piel.
Me
tumbaré y seré la lluvia y el viento, todas las clases de viento
que pronuncia cada árbol en torno a esta casa. El fútbol en la
planta de abajo. El croar de las ranas embriagadas lo mismo que el
parloteo de este cerebro que no es una cosa aparte. Las higueras que
ya están brotando. Esa primera hoja, sobre todo. La primera que
asoma tras unos meses de pausa.
Blandita y peluda como Platero. |