Vistas de cerca y nadando,
las aves acuáticas me parecen criaturas ficticias. Medio cuerpo en
el aire rudo que filtra y merma los sonidos; la otra mitad abrazada
por el agua. Casi inverosímil que ambas partes casen. Y se mueven
sin embargo así, de ese modo tan fácil, lo orgánico apenas
distinguible de lo inorgánico, la carne refutando que haya una
distinción entre sólido y líquido. Por un instante deseo que el
agua deje de ser tan púdica, que se vuelva transparente y deje en
cueros a la sociedad que alberga, como si los crustáceos diminutos,
los bosques de Ceratophyllum, las plumas sueltas y alguna que
otra serpiente, todo lo que ondula o nada, se dibujara de repente en
un folio blanco. Quizás así costara un poco menos entenderlo, cómo
músculo, membrana y hueso vencen la necesaria resistencia del agua,
cómo se alcanza esa identidad con el propio medio, esa falta
aparente de cortes, suspensos, desaveniencias. Quizás descubriera
que, después de todo, también el movimiento subacuático requiere
una dosis de esfuerzo.
Pero ver nadar a los patos
sosiega tanto que la mirada depone el bisturí y suspende su talante
invasivo. El afán de comprender cede su lugar al deleite. Sigues al
ánade real, al zampullín, a algo que también sabe ser pendenciero
y gritón como una focha, y te maravilla que, si hay ritmo en el
sonido de pasos, estos animales desmañados en tierra vayan creando
melodías al desplazarse. Cuando están ahí, tan cerca que el
prismático o el catalejo casi estorban, descubres una forma secreta
de música. Ojo y oído se aparean: las criaturas del agua te acunan
con su nana muda.
Y luego, sin apenas darte
cuenta, las canciones se mezclan, el tráfico en la charca aumenta.
Los caminos se entrecruzan, la pareja a la que estabas siguiendo se
vuelve colectivo de pronto. La música, sin embargo, sólo se hace
más compleja. No hay cacofonía cuando el grupo de patos cuchara se
trenza con el de porrones. Tal vez porque la tarde declina y los
animales, como yo, son sensibles a la luz mansa: las especies, ahora
mismo, comparten el espacio y se toleran. Fuera del agua también.
Algunos cormoranes toman restos de sol en la isleta, acurrucados
junto a otros patos. Algunos abren sus alas y las ponen a secar como
sábanas en un balcón de extrarradio. Mis ojos humanos quieren ver
placidez: un aire viejo de paseo y plaza.
Lamentablemente, la prisa es
antónima del encanto. Aunque a algunos les pueda dar envidia, estos
arrullos, esta comunión, ocurre en horas de trabajo. Apenas puedo
dedicar quince minutos a cada punto de observación, a cada lámina
de agua. Le doy un último repaso a las orillas, me despido una vez
más en lo mejor del idilio. He hecho lo que tenía que hacer y lo
que mi corazón demanda. De la película de la charca sólo recordaré
este fotograma. Esto es una píldora de amor novelero, más que
naturalismo. Si no se me racionara el tiempo, seguro que vería
además trampas, competitividad, rencillas. El forzoso, indispensable
conflicto.
Pero como esta vez no me he
topado con la ferocidad legítima de la naturaleza, antes de
marcharme le mando un mensaje a un amigo que adora a las rapaces,
pero que apenas conoce más aire que el que hay entre su casa y su
lugar de trabajo. Deja de admirar el cielo un instante, le digo entre
líneas, y baja al agua. Trae a tu hija. Venid a ser acunados.
Necesitamos todos empaparnos de esta lección de facilidad, de
tolerancia. Necesitamos que los niños oigan cómo nadan, mezclados
entre sí, los simples, los vulgares patos.
No soy yo, no era el sitio. Puede valer. |