Lo más difícil es cuando
el día arranca. Peor que irse a la cama con el pensamiento de que a
la vida le van quedando sólo los posos, o que la costumbre cada vez
más irracional de tener que levantarse. Antes de que sucediera pensó
que le costaría acostumbrarse a despertar sola en mitad de la noche:
darse la vuelta y no encontrar el puerto de su espalda, perderse así,
sin saber exactamente en qué cuarto habría ido a desvelarse, en qué
punto exacto en su carrera de abandonos. Pensó en él arrastrando
los pies para encargarse de la compra, en su modo de volver
canturreando aquellas absurdas palabras españolas: borachuelos,
taganinas, chícharos.
En la copa sin necesidad de palabras que compartían antes de la
cena. Las puntas del bigote que se recortó hasta el último día que
amaneció en la casa y que no se terminaban nunca de irse por el
lavabo. Imaginó mientras lo velaba que con él también se moriría
el campo.
Se equivocaba. Su marido
está muerto y Betty sigue andando los bosques y curándose en ellos
del vacío, como siempre. Sigue durmiendo y despertando protegida por
la magia íntima de la casa. Se acurruca todavía cada tarde en la
luz rosa que entra por la puertaventana. Geoffrey le enseñó cómo
hacerlo: detener un instante el curso del tiempo, fotografiando con
los ojos, e incorporarte tú misma, como Alicia, a la imagen.
Ahora estaremos aquí para siempre, Betty.
Ella solía burlarse, era una de sus ceremonias privadas: a tu edad
no deberías mezclar ya el ginger ale,
ese tipo de cosas. Pero ahora comprende. La niebla baja, los
alcornoques huelen, la tarde no pasa. Él sigue de algún modo
recostado en el sofá, dejando para más tarde una de sus historias
asiáticas medio inventadas.
Pero
a la hora del desayuno no está él entero, sino un fantasma que no
habla. Todo lo demás sigue
indiferentemente en su sitio: la horrible taza marrón a la que se
aferraba como un niño rico. Los rayos de sol que le engrasaban el
hombro malo. Mirlos, estorninos, gorriones, azuzánzose, burlándose,
oh sí, con su neutralidad radiante. Se pasó la vida prendado de los
pájaros y estos no le han guardado ni un día de luto. En el corazón
de Betty, a esa hora, una veta de amargura sigue también en su
sitio, su terco desamparo. Él siempre se levantó más temprano, y
para cuando ella lo hacía, el té humeaba ya en la taza. Crujía su
periódico, en la encimera se empañaban las lentes de sus
prismáticos. La vieja certeza se renovaba, mañana tras mañana.
Geoffrey ponía el día en
marcha, cerca de sus pájaros. Tan distinto a ella, tan satisfecho. A
veces su complacencia la irritaba. La mirada tierna que le regalaba
cuando algo la sacaba de quicio. Su efusividad, su facilidad para
hacer amigos. Sus dimensiones de buda. Era una bomba que succionaba
la soledad que Betty traía de fábrica. La sorprendía el hecho de
que la aceptara incondicionalmente, y a veces, de puro desconcierto,
lo odiaba. De puro sentirse en deuda.
Ahora, cuando se levanta,
las cosas de la cocina están frías. Tiene que deshacerse de esa
taza horrible, como ya ha hecho con los prismáticos y las cámaras.
Dentro de un rato saldrá a andar, a ver si durante la noche se ha
abierto alguna flor de ojaranzo. Quizás la llame Christi para
proponerle no sé qué acto de protesta contra no sé qué molinos.
El día arrancará, lo quiera o no el fantasma mudo de Geoffrey: se
tendrá que quedar en casa, sentado a la mesa del desayuno,
cotilleando tal vez con Mrs. Mortimer. Las dos únicas personas que
la cuidaron. Ella le contará una vez más la fórmula que le enseñó
a Betty para elegir al hombre con el que debía casarse. Imagínatelo
recién levantado, le dijo, desayunando
con él cada día; si no te repugna, ese es el tuyo.
La tuvo en cuenta, aquella primera mañana. Esa vieja certeza
que Geoffrey se encargaría siempre de poner en marcha.