Seguirán allí, supongo. Los árboles
que no logro sacar de mi maleta. Los teatrales y los modosos. Cardenales y monaguillos. Grandes e intrincados como catedrales,
humildes como chozos. Los robustos y aquellos que, perdidas las
hojas, de lejos se parecían a la niebla. Los que alzaban ramas como
si tuvieran algo contra el cielo. Los que suben y suben sólo para
entenderlo. Nueve partes del cuerpo muertas; el valor y la porfía de
la décima ya los quisiera para mí misma.
Me han lanzado raíces. Me han
emborrachado con oxígeno nuevo. Se me han metido adentro. Mi
sensatez da por sentado que siguen allí de pie, tan lejos. La noche
se va filtrando entre sus troncos igual que cae sobre mi calle. Unos
murmullos sustituyen a otros. Ojos que no son humanos recalculan su
esquema del mundo. Las hojas se mecen al viento y es solo un efecto
físico: ahí no queda ya nadie que quiera escuchar en ello un idioma
más franco y más limpio. Los árboles respiran y a lo mejor hasta
duermen; los búhos cazan, los zorros salen de juerga, el hambre
manda. El bosque es una máquina bien engrasada que no necesita de mi
conciencia. Pero un trocito de mi mente no ha crecido desde que leía
cuentos y le cuesta concebirlo. Los bosques de noche, los árboles
solos: es algo que me transtorna. Cuando me cuesta dormir pienso en
ellos. Creo que ya lo dicho unas mil veces. Trato de imaginar ese
reino emancipado que se ha tragado cualquier memoria de mis botas.
Y no soy capaz del todo, porque una
esperanza medio loca me dice que nunca me he marchado de allí
realmente. No hemos sido un suceso efímero en el seno del bosque. No
he dejado ni un momento de pisar ahora y detenerme después a admirar
el suelo, asombrada con el espectáculo de hojas multicolores. Sigo
respondiendo al cencerro de los caballos fuertes y rubios,
sintiéndome incluida de forma discreta en la recua. Sigo arrastrando
mi peso bajo el resplandor todavía verde de las hayas, un poco
asfixiada por los mil cuatrocientos metros de altura, la garganta
devastada y unas veinticinco horas de sueño pendientes; metro a
metro sigo soltando el lastre de mi parloteo mental, mis expectativas y mis deseos.
El ciervo que se metió en los
prismáticos sigue apostado en la línea de cumbres, ajeno todavía
al rifle y a la soledad del invierno. Seguimos ceñidos por un corsé
de montañas, sin indicios a la vista de la historia de los
últimos siglos. Seguimos sin ver una sola frontera. España,
Francia, Cataluña: nombres ininteligibles. Seguimos bajando hacia el
pueblo y ya es de noche, yo sigo a punto de tropezarme; entre los
árboles negros asoma una primera luz eléctrica, como la de
mi casa, pero mucho más valiosa porque le devuelve a los
faros el orgullo. Seguimos escuchándonos un poco distintos entre
muros de piedra, soñando chimeneas y vinos. Seguimos dejándonos guiar y perder por los gatos. Y
al otro lado de aquella ventana abierta, a mil curvas del mundo y el ruido, una pareja se sigue abrazando. Nunca sabrán que los vi ni
lo que me regalaron.
Sigo allí. Seguimos. Lo dicen en muchos
cuentos. El bosque no te deja escapar tan rápido.