Pantone®
ha decidido que el color del 2017 es un tono de verde amarillento que
ha dado en bautizar como greenery, traducido como follaje,
vegetación: el verdor entendido como cualidad teórica del paisaje,
como cosa que se menciona al bulto porque el detalle no interesa.
Categorías que ni huelen ni pinchan ni te manchan la ropa porque no
te puedes sentar en ellas. Yo prefiero traducirla libremente como
reverdecer, porque según los cursis de Pantone®,
el greenery “evoca los primeros días de la primavera,
cuando la naturaleza revive, se restaura y renueva”. Y nena,
necesitas vestirte de verde, ponerle un toque lozano a los chismes
que vamos a venderte, si lo quieres es sobrevivir en este angustioso
y convulso planeta.
Imagino esa reunión en la que se
decreta el color del año. La petulancia convertida en uno de los
elementos constituyentes de la atmósfera. El hombre sensible entre
mujeres, matizando histéricamente los tonos de la paleta e
inventando nombres imposibles para mearse en el cliché de que los
hombres son ciegos a las sutilidades. Esa presunción de saber que
influyes, porque ¿cuántas veces no te has paseado por los
obedientes pasillos de Zara y H&M y te has sentido el líder
espiritual de la tonalidad de la masa? ¿No le has puesto un mote
ñoño a cualquier rosa y lo has vendido sutilmente como un arma de
dulzura? ¿No has intentado convencernos de que el color, tu color,
puede compensar una realidad sombría?
Al margen de lo tenebroso que me resulta
que una empresa se erija en árbitro y ministro de la luz que
reflejan las cosas, me pregunto: la teoría del color ¿es o no una
paparrucha? Cuando contemplo una hoja tierna atravesada por el sol,
¿se alegra realmente y vibra en una longitud de onda particular el
fondo de mis células? Veo un cielo blanquecino y digo pesadez y
pellizco, pero ¿hay una relación directa entre color y corazón, o
es que mi mente se ha colado entre medias? ¿Se vinculan mis
emociones a la energía que la realidad emite? ¿Hay un flujo de
ondas o electrones entre mi pena y mi placer y todo lo que me rodea?
Ciprés oscuro, bolso naranja, aire recalentado, quejigo en el
recuerdo, runrún de la nevera.
National Geographic, mi amor y agradecimiento hacia tu generosidad no decae | No me vas a denunciar, ¿verdad? |
La mujer de esta foto me ofrece su
respuesta. Ella es su propio Pantone, ella elige y dicta el color que
ha de adoptar el mundo. ¿Tuvo siempre los ojos verdes o es que se le
han teñido por transferencia? Pinta las paredes y se viste según un
patrón casi religioso. Tiene una moral cromática: ve verde, siente
verde, cree en verde y manipula la realidad para que interior y
exterior sean una misma cosa. ¿Por qué me emociona su veredicto?
Pues porque esta mujer sufre demencia. Su memoria declina y el
individuo que ha sido se pierde, mientras su mirada y ella misma se
transforman en otra cosa. Un latido verde, una radiación, un tipo
distinto, inaccesible para el resto, de experiencia. Quien la ha
retratado dice, refiriéndose a los enfermos de Alzheimer: “cuando
ellos no pueden seguir viviendo en nuestro mundo, nosotros tenemos
que vivir en el suyo; es más facil para ellos y para nosotros”. Me
parece tan sabio, tan hermoso, tan definitivo a la hora de construir
relaciones, que con gusto accedería a ese reverdecer, a ese vibrar
íntimamente al mismo compás que el mundo. Con gusto me vestiría y
pintaría mis paredes y dejaría que los ojos se me tiñeran de
greenery.