Enciendo la radio nada más levantarme.
Apenas después de abrir la ventana, porque sin aire nuevo ni luz el
hábito de vivir en pie no arranca. Pero sí antes de beber agua,
mear o abrigarme la pequeña orfandad de abandonar el calorcito de
las sábanas. Mañana de domingo, todavía temprano para que los
ciclistas se despeñen por los escalones de la cuesta, los niños
agujereen el relativo silencio de un día sin coches, los turistas
despistados fotografíen las hierbas entre el empedrado, como si en
sus países las ciudades fueran territorio estéril y la vegetación
no aguardara pacientemente su revancha. Estoy sola en casa y las
voces cobran importancia.
La soledad no me asusta, conste. Vivir
con un mínimo de consciencia obliga a aceptar que la soledad se
aloja en la médula de los huesos. Y a mí la vida me convence,
aunque venga con condiciones todavía más fulleras que las cláusulas
suelo. Sólo es que yo, que sólo sé articular un lenguaje
organizado y coherente en silencio y con los dedos, me dejo hechizar
por la coherencia que se pronuncia en voz alta. Aunque últimamente
todos los que hablan en la radio repitan sin cesar la muletilla
básicamente. Me pone de los nervios. Convierte en abreviatura
cada asunto que se trata. Como si no nos permitiéramos reflexiones
de más de 140 caracteres.
O sea, que enciendo la radio y termino de
espabilarme escuchando predicciones agoreras sobre el efecto que
tendrán las políticas de nuestro nuevo Nerón sobre la salud del
planeta. Eso sí que me asusta. Y que el mundo sea a la vez
inabarcable y una corrala donde cada hijo de vecino escucha las
miserias del de al lado me resulta chocante, a veces. Ahí estoy yo,
enguajándome el sueño en el lavabo, calibrando cuánto tiempo puedo
retrasar el siguiente corte de pelo, y afligiéndome a la vez,
sinceramente, porque la ignorancia se revela como crimen de lesa
humanidad, y porque, queridos, vamos a sudar, vamos a mojarnos hasta
las rodillas, vamos a tener que ir practicando las etapas del duelo
por peces, corales, anfibios, osos polares, bosques, Venecia, la
posibilidad del paraíso en las islas del Pacífico.
Entonces se me van por el desagüe las
vacilaciones, junto con las legañas y la acumulación de ausencias.
Ayer bromeaba con mi prima acerca de lo que me estaba costando
encontrar temas des escritura después del, jujuju, éxito. Prima,
le decía, me siento como un concursante de Gran Hermano 7,
lastrada por mis cinco segundos de fama. Era una coña, por supuesto.
Pero la verdad es que me daba cierto reparo seguir escribiendo
fusiones entre intimidad y naturaleza. Me parecía... descarado.
Lo sé, a lo mejor titubeo más de la
cuenta. Lo de parecer que me aprovecho por puro narcisimo de una
necesidad ajena a lo mejor sólo está en mi apocado cerebro. Y,
cielos, lo sé: leer y escribir la trama oculta de la vida salvaje,
llevarme un dedo a los labios, señalar y decir, con los ojos y las
palabras, mira aquello, qué inmenso y que fértil, qué cruel,
qué belleza, ahora mismo me colma. Es una vocación sincera que
ya me estaba exigiendo hacerse carne, mucho antes de que tanta gente
se sintiera alentada por aquel texto. Lo pienso y me digo que la
vocación del consuelo también es un motivo franco y noble. No puedo
quitarte el dolor, pero puedo abrazarte. No puedo darte más armas
que la de certeza de que en esto incompresible del vivir no estás
solo.
No puedo vencer a poderes voraces pero
puedo dejar testimonio. Escribir con el corazón en un puño,
hacernos notarios de la hermosura y de la riqueza, por si acaso, por
si nos las arrebatan. Ser como conservadores de museo en zonas de
guerra, sacando del país los mejores cuadros, agrupando en un triste
almacén las estatuas. Ahora más que nunca hay que escribir la
naturaleza, igual que se escribe la juventud en un diario íntimo:
para preservarlas, para volver la vista después y decir qué
inocente era yo, qué bonita.
Así que seguiré contando la historia de Betty Molesworth*, o cómo la
botánica ayudó a sanar un corazón enfermo. Seguiré relatando
la épica de las águilas y la insignificancia aparente de los
helechos. Me perdonaré por aquella época en que la soledad sí me
asustó y no supe estar atenta ni dejarme salvar por el paisaje.
*¡Etiqueta "Betty", etiqueta "Betty"!