Reykyavik
Reykiavyk
Reykjavik
He escrito hasta ocho permutaciones en
una servilleta, antes de empezar a escribirte. Todas me sonaban bien,
perfectamente islandesas, inconcebibles como Odín manda. No creas
que estaba jugando a fabricar anagramas para ayudarme a encontrar
un sentido a este sitio. Sólo es que de repente no tenía ni idea de
cómo se deletreaba. He tenido que mirarlo en la guía. La buena es la última. En la servilleta no hay dirección impresa. Como si ese
tipo de maniobras de visibilidad fueran propias de un bar El Cruce
cualquiera, un trozo rancio de pasado cubierto de moscas y abandonado
en Almazán o en Trebujena. Me siento un poco cateta.
He aterrizado, he llegado a Rey-etc, he buscado el hotel, he
dejado la mochila. Alargando cada acción como en el taichi para que
me diera la hora de la comida. En mi habitación todo es blanco,
salvo una orquídea blanca con manchas oscuras. El negativo del
vitíligo. Me pregunto si será fresca, si venía en el mismo carro
de arreglar habitaciones donde traen el papel higiénico y los
botecitos. No lo creo. No sé, tiene esa pinta de haber visto
demasiada gente de paso. Ah, y no hay persianas. No sabría cómo
permutar esta evidencia para encontrarle sentido. No Hay Persianas.
Me he tumbado en la cama un rato. Hubiese jurado que la orquídea me
miraba. Así que he salido a la calle – calles montadas por algún
obseso del Lego – y he dado con este sitio coqueto.
Acabo de pedir mi segundo sandwich de pan
negro y lo-que-sea-que-haya-dentro. No intentaré adivinarlo. Vaya a
ser que me crea que es salmón y sea ballena. O carne de frailecillo
- ¡de frailecillo! - o algo que no voy a intentar pronunciar
siquiera, pero que mi guía traduce como testículos de carnero
macerados. Bendito idioma cuajado de espinas consonánticas: como
un condón para evitarle embarazos a forasteros aprensivos. Este
sitio es demasiado moderno como para privarse de esas cochinadas
arcaicas.
Cada uno de los taburetes de madera
maciza que se codean en la barra tiene las patas de un color amable.
Rosa yogur, azul bebé, amarillo natillas. Todo es dulce, cálido y
amenazante. Mírame: soy Paco Martínez Soria en su primera incursión
en Escandinavia. Ellas llevan vestidos floreados; ellos, cómo no,
tienen barba. Imposible distinguir si por la mañana te harán un
capuchino con corazoncito en la espuma, o te meterán hecha tiras en
el ahumador de la casa de sus padres. Yo me iría con cualquiera que
tuviera un cuarto con persianas.
¿Te he dicho que mi hotel no las
tiene?
Leo, veo pasar gente, mastico. Le pego
una frase chorra a esta carta. Hay algún que otro coche con tubo de
escape, transeúntes con bolsas de plástico del supermercado,
semáforos. Síntomas de ortodoxia urbana un poco decepcionantes. ¿O
serán decorado? Un atrezzo de show de Truman para que confíes
en la normalidad del sitio. Yo no confío. Y por eso estoy aquí
refugiada, en esta cafetería llena de hipsters que, salvo por
la oferta de ballena/frailecillo/criadillas, podría estar en La
Latina.
Confieso que me intimida la rareza de
Islandia. Recelo de un país sin árboles. ¿Tú has visto fotos?
Minerales marcianos, vetas de colores rabiosos, hielo parecido a
bolitas de mercurio. Presiento que voy a caminar por una pintura
abstracta. Tierra rota y volcanes. Un planeta abierto en canal.
Paisajes a los que tu tranquilidad no debería enfrentarse. Como leer
el diario de tu marido. A mí me asusta quedarme imantada. No poder
dejar de mirarlo. No querer volver a ningún otro sitio. Enamorarme como esas
veces, de la persona equivocada, con el hígado, el útero y el
páncreas. Querer abandonarlo todo, echarle ácido a la cara de alguna
novia, no responder a las llamadas de mis padres, no comer más que
yogur caducado y pipas porque la pasión te inutiliza para bajar a
comprar algo.
No quiero ver estas fotos de cerca |
Así que sigo de cuarentena en esta
cafetería tan vulgar, a fuerza de moderna y bonita. No he
metabolizado aún la tonelada de diazepam que me metí para el vuelo.
En mi habitación no hay persianas. Si me fuera para allá, me
tumbaría en la cama y pensaría otra vez que una orquídea me espía.
No quiero que den las once p.m. y que la noche no acuda a la cita. Las horas pasarán en un terrible instante de luz coagulada que
empapará mi antifaz y lo volverá inservible. No voy a poder dormir en
dos semanas. Este país no es posible.