Ayer volvimos a entrar en la cueva de Alí
Babá del cine y a tragar saliva en las mismas escenas.
Ayer volví a añorar ser un poco más
metódica, más analítica, a la hora de zambullirme en una obra
creativa. Siempre me trago películas y libros de un sorbo, los
experimento de un modo íntimo, sin apenas tomar distancia, como si se
tratase de la narración de una parte de mi vida.
Pasó lo que pasa siempre que doy con
algo lúcido: que eché de menos tener todo el tiempo del mundo, una
libreta a mi lado y menos apego. Ser capaz de nadar dos veces en la
misma película, la primera para mojarme de pies a cabeza, la segunda
para bucear en ella y entender el ecosistema del fondo.
Ayer volví a olvidarme con La
desaparición de Eleanor Rigby. La vi, vibré, fui una con ella,
y luego salí y cocí huevos para la cena. Todo lo que me dio un tajo
por dentro se perdió tras los títulos de crédito. Todo lo que me
hizo anotar mentalmente: tengo una postura al respecto; puedo decir
algo sobre esto; debería pensar con más hondura por qué me estoy
conmoviendo. Qué vamos a hacerle. Hay pocas horas al día para
atender a tanto sentimiento.
¿No había una frase más inteligente que plantar en el cartel? |
Pero sí me quedé con alguna cosa: una
de esos guijarros bonitos que no son la playa pero te la traen a la
memoria. En una escena de la película, un William Hurt delicadamente
pesaroso le cuenta a su hija treintañera algo que pasó cuando ella
era un bebé de dos años. No voy a revelar nada más que esta
imagen: el padre empieza a meterse en el mar con la niña en los brazos y
en algún momento intuye que esa no es todo lo buena idea que parecía, pero sigue adelante porque ella nunca parece asustarse.
Y de todo el material sobre la evolución
del amor y las distintas maneras de gestionar la pérdida con que
trabaja la película, yo me quedé con esa cría impávida que en
principio no es más que una nota al pie de la trama. ¿Por qué?
Porque yo nunca fui así de pequeña. Si en algo fui precoz, fue
precisamente en la detección de amenazas. Me daban miedo muchas
cosas: que mi tía se alejase del pueblo pedaleando en la bicicleta
que nos llevaba a ambas; la altura y el bamboleo de una noria; una niebla completamente blanca y obtusa tragándose el
coche de mi padre; los
extraños.
Terminó la película, y mientras
intentaba pelar unos huevos imposibles, yo ya no pensaba en lo que
había visto, sino en aquella niña miedosa. Y aunque sentí pena y
también algo de resentimiento hacia ella, me dije que si yo hubiera
sido siempre como la hija de William Hurt en la película, si hubiera
nacido programada para la osadía, la apertura y el talento, todo mis
esfuerzos por convertirme en un ser recio y alegre no tendrían
el mismo mérito.