Por fin he conseguido sentarme en el sofá. Por primera vez, hoy. Me he pasado dos horas trasteando en la cocina y, aunque parezca idiota, ha sido este momento de puro trabajo físico, en el que vuelvo a darme cuenta de que mi mano derecha no se coordina tan mal con la izquierda, y con el tic tac del reloj (bate los huevos con el azúcar, mientras se derrite el chocolate; mete el flan en el horno, cuenta los minutos: tiempo suficiente para picar la cebolla y los champiñones, y, y, y...¿y dónde se ha metido el pinche?), lo que me ha salvado el día. Llevo el puesto el chándal, y dudo que el trajín gastronómico me deje un poquito de energía para estrenar el precioso vestido negro que me regaló mi hermana, y para pintarme las pestañas. La idea de vestirme de fiesta parece más idiota todavía, porque no voy a ir a ninguna fiesta. Tengo las uñas hechas bicarbonato, que diría un viejo compañero de trabajo, y mi ropa interior, en estos momentos, es, a ver que mire, verde kiwi.
Mi cabeza se ha pasado todo el día escribiendo. Durante todo el trayecto silencioso hacia el hospital, donde el padre de Jose vuelve a asfixiarse, y en todas las horas arduas en la sala de espera de urgencias, yo escribía. Alegatos por mi libertad. Escenas de carretera. Oraciones de acatamiento y renuncia. Una sátira contra mis ilusiones. Una carta de amor. Un acto de arrepentimiento. La crónica por horas del último día del año. Ponía una frase tras otra, y así el revuelo de emociones se iba ordenando en párrafos. Fue entonces cuando sentí el alivio de haberme acostumbrado a esta herramienta de la escritura. Era como cuando los colores y las formas se van revelando en el trocito de papel blanco que luego será una fotografía. Era mucho más fácil entenderlo todo si podía leerlo. ¿Pienso, luego existo? Escribo, luego pienso.
Quién sabe, a lo mejor mañana, creeré conveniente copiar mi escritura cerebral en este tablón de anuncios. Lo que se escribe se hace sólido. Y lo sólido es algo con lo que puedes volver a toparte. O todo lo contrario: quizás, cuando me levante, temprano, y del suelo vuelva a levantarse el viejo cuento del borrón y cuenta nueva, me haya olvidado ya de todo lo que he estado escribiendo hoy, y de todas mis caídas en la frustración y de mis ascensiones. Puede que deje de hacerme la lista, y me ponga a idear, como mandan el telediario, las revistas femeninas y las colas en el Mercadona, un montón de propósitos: escribir sin volver a plantearme si eso tiene o no sentido. Echar a la basura la corazonada de que la fiesta está siempre en otro sitio. Dejar de pensar en los amigos invisibles. Hablar sin que importe que nadie vaya a escucharme. Estar aquí, aquí, aquí. Apuntarme otra vez a clases de danza del vientre, y a lo mejor a fotografía. Darle una patada a la Doctora León.
Pero mira qué hora es. Todavía tengo que hacer una vinagreta de mandarina. Montar los capuccinos de setas y los rollitos de queso. Desmoldar los flanes de chocolate. Ponerme las bragas de putón y un vestido. Pintarme los labios de rojo. Poner la mesa. Quitarle los huesos a las uvas de la idiocia. Recibir al cansado, al buen Jose en la puerta. El año se acaba. Voy a ser humilde y a creer en los ritos baratos.