martes, 13 de febrero de 2018

Las raras veces en que despertarse y despertar se parecen


El desvelo, ¿lo he dicho alguna vez?, pone a cada cual en su sitio.

Me pregunto cómo he podido tardar tanto tiempo en crear una etiqueta dedicada al insomnio. En sentido estricto no puede decirse que me suponga un trastorno. Pero unas cuantas veces al mes me despierto a horas hoscas, en medio de un charco de vigilia a medio digerir que he vomitado. Y es como si andando, andando por una hermosa ciudad europea, de repente fuese a parar a un barrio que no distinguiera los matices que hay entre supervivencia y vida. Me pasó la primera vez que fui a Lisboa. Iba yo, íbamos, andando, andando, arrullados por fachadas y modales no gesticulantes, y de pronto a las miradas les fueron creciendo colmillos. Cuando en medio de la noche te quedas a solas con tu propia mente tienes las mismas ganas de llegar a casa y caer en una inconsciencia amable.

Lo que pasa a esas horas en mi cabeza no es precisamente feroz. Tan solo irritante. Es un olor de día que se ha puesto rancio. Ducharte y tener que ponerte las mismas bragas sucias. Desfilan en bucle por mi mente todas las posibilidades de trabajar mi culo en el gimnasio. El mismo párrafo vacuo de un informe se escribe y se sobrescribe en cientos de variaciones infinitesimales. Las emociones se vuelven ásperas como un resto de té que se queda frío. Las expectativas mantenidas a raya durante la vigilia se desbandan y, especies invasoras, alteran el ecosistema íntimo. Hay nombres que se repiten como si en vez de un atasco en los circuitos cerebrales fueran el evangelio. Hay canciones de verano. Hay una gotera incesante que me repiquetea en el cráneo y me dice que si no escribo ni vivo una vida ortodoxamente creativa voy a marchitarme. Hay la consecuente retahíla de cuidados paliativos. Un al carajo, seguido de arrepentimiento, seguido de una persecución maníaca de gracias y extrañezas que todavía deseen ser escritas, seguida de un segundo, monumental al carajo. Alcarajoalcarajoalcarajo.

Pero entre ese revoltijo de mierda a veces se encuentran cosas útiles. Un banquito abollado al que encaramarse. Una lente de telescopio rayada. Unos zancos. Te subes a ellos y miras el panorama pringoso. Y entonces, por un instante, intuyes que tú no tienes tanto que ver con la montaña de residuos. No son ni más ni menos que productos de excreción cerebrales. Tú no eres exactamente el discurso lineal o disparatado de tu mente. La vida rica y misteriosa que te anima no se reduce al twitter simplificador de tu conciencia.

El desvelo se convierte así en una mirilla por la que espiar la forma en la que opera la mente. Ese aluvión de representaciones tergiversadas, sentimientos contradictorios, ideas vagas, no ocurre sólo durante el insomio. De día la consciencia no es mucho más cabal o brillante. Como mucho se camufla con lo que se hace. Y lo que se hace y lo que se piensa casi nunca coinciden. La mente es una ocurrencia sensacional que se le ha ido al cerebro de las manos.

Vislumbrar eso te pone en tu sitio. Lo que percibes, piensas o sientes no tiene por qué ser a priori exacto. Tus prejuicios, tus opiniones, tus explicaciones, los esquemas que te haces del mundo. No hay una correspondencia cerrada y estrecha entre la realidad y cómo la experimentas. Eso es una lección de humildad. Y se agradece. No hay como aprender a ser humilde para quitarle hierro a la vida que se desvela y evitar conflictos.

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