Nunca sabes realmente por dónde va a
llegarte el futuro. Por más que la mente se atreva alegremente a
asignar coordenadas físicas a conceptos. Confía en que el porvenir
está ahí delante, igual que confía en que tus pies van a encontrar
a oscuras, en un hotel cualquiera y medio dormida todavía, el camino
del cuarto de baño. Pero el futuro también puede atacar por los
flancos, por la espalda. Corre en paralelo a ti, sigiloso, o se cruza
fugaz y ostentosamente a tu paso. Sus fuentes son tan difíciles de
explorar como las del Nilo.
Y no sabes tampoco qué nombre vas a
encontrarte infectando tu cerebro. El nombre de alguien a quien
acabas de conocer o a quien, ay-madre, aún no conoces. El nombre de
una ciudad o un paisaje. Poderoso como un objeto mágico, no puedes
parar de pronunciarlo. Hay nombres que de repente se te presentan
cargados de mañana. Y no hay modo de desactivarlos.
Nueva Caledonia. Nue.Va.Ca.Le.Do.Nia.
Nuevacaledonia, nuevacaledonia. Betty no puede ni quiere curarse este
virus. Declina de mil formas el nombre-talismán, lo repite hasta que
su sentido geográfico se pierde. Ya no designa una isla plantada en
el Pacífico, no tan alejada de Nueva Zelanda, sino una vida
distinta, una esperanza, una novela en la que la protagonista huye de forma heroica. En la cubierta del barco que por fin se la lleva del
lugar que no soporta, Betty, no tan joven ya pero aún cándida,
canturrea su conjuro. No sabe que Nueva Caledonia nunca dejará de
ser para ella territorio mítico. Nunca pondrá los pies allí. No
practicará su francés, no se acostumbrará a regañadientes a la
leche de coco. No se pondrá relativamente morena en sus playas
níveas. No se volverá íntima de sus verdes.
Aunque eso ahora mismo no le importa. Se
va de casa y punto. ¿Para siempre? Mucho se tendrán que torcer
las cosas para que así no ocurra. Betty quiere expresarlo con su
cuerpo durante el viaje. Quizás los contornos de la costa de
Auckland todavía se distinguen, pero no será ella quién se dé la
vuelta para comprobarlo. El pasado es lo que queda detrás; el
futuro, siempre delante. Le han concedido una beca gracias a la
cual pasará los dos próximos años en Basilea. Después, cuando al
fin esté formada como dios manda, marchará a inventariar la flora
de lo que todavía no es un lugar sino un sortilegio. Después... Lo
mejor es que no hay un después, ni un horizonte que la limite. Su
billete no tiene fecha de vuelta.
Pero el futuro ataca por los flancos y te
envuelve sibilinamente cuando tú lo esperabas por delante. El suyo
no habitará Nueva Caledonia, sino Malasia. Y hacia allí se dirige
ahora. Su primo David es médico en Singapur, hombre de selva,
aficionado a los pájaros. Será su anfitrión y su muleta
durante los tres meses que, antes de partir a Europa, Betty ha
decidido pasar en esas latitudes. Está pegada en flora tropical y no
quiere hacer el ridículo en Suiza. No lo llegará a hacer, por
supuesto, porque los tres meses van a transformarse mágicamente en
dieciocho años. El anfitrión, en celestino. La universidad de
Basilea, en los bosques de Los Barrios.
Betty no pronunciará ese conjuro mil y
una veces. Pero, más que de magia, el futuro es un asunto de azares y conexiones. Realmente sólo precisa de un primo lejano, un campo de
concentración japonés, un grupo de prisioneros ingleses que
parchean su desesperación intercambiando nombres de pájaros, y un
ex-piloto, afable y entrado en carnes, llamado Geoffrey.
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