Hay etiquetas de este blog que están a
punto de encerrarse en una parroquia para reclamarme sus derechos de
aparición. Se sienten humilladas y mustias. Como el hijo único que
hace una semana dejó de serlo. Tuvieron un momento de gloria que con
el correr de los días se desinfló. Las alimenté con mimo,
engordaron y se pusieron lustrosas. Había temporadas en las que sólo
se me ocurría o me apetecía escribir sobre asuntos de su
incumbencia. Y luego pasó lo que pasó. Lo que pasa siempre. El
tiempo, nuevos fogonazos, apreturas más imperiosas. Mis niñas
bonitas perdieron su garbo. Los mejores trabajadores de esta empresa
se fueron al paro. Lo que entonces me interesó me siguió
interesando, pero en un tercer o cuarto plano. En el plano pasivo y
lector.
Pasó con la etiqueta En el taller,
donde reúno - reunía - mis escarceos con la ficción. Este
abandono es el que más duele, porque la glotona de libros que soy
siempre ha seguido una dieta de novelas, y la escritora que quisiera
ser mantiene el prejuicio de que la no-ficción es eso con lo que uno
se entrena mientras no le nace el talento para sacarse historias de
la manga. Qué le vamos a hacer. Mi imaginación es de abdominal
flojo. Y la realidad me embriaga bastante como para ponerle los
cuernos a lo inventado con impunidad.
Y ha pasado con La tasca de Sila,
ahí donde vegetan las chorradas sobre los buenos ratos que paso en
mi cocina. Con esto apenas hay regomello. Nunca tuve expectativas de
hacer grandes cosas al respecto. Todo lo que perpetré sobre la alquimia
de los alimentos fue para mí pura distracción. No me interesaba
compartir con el orbe salivante mis recetas, más que nada por
humildad, y por vergüenza torera: no creo que en internet quepa ni
una pava más poniendo posturas con estilismos aptos sólo para
daltónicos, ni un blog culinario más. El mercado está saturado. Y yo cocino medio bien, pero compongo mis
platos de pena, como si la comida saliera de una hormigonera, y
siempre tengo demasiada hambre como para que las fotos me salgan
finas.
Cuando publicaba una receta, lo que me interesaba no eran los
gramos, los tiempos de cocción o el resultado, sino la historia que
podía haber tras ella. El júbilo que sentía y siento al ver como
un apio fláccido o un engrudo de agua y harina se convierten en
cosas ricas y reconfortantes con el abracadabra del aderezo justo y
el calor. La certeza de que cocinar es a la vez ciencia y arte,
coreografía e intuición, y una demostración del modo que tiene uno
de estar en este planeta, de amor y dedicación. Cocinando
estoy presente siempre: calculando, danzando, ejecutando,
ensuciándome de cosas tangibles, canturreando. Me muestro formal y
alegre. Juego como si no supiera qué es el futuro.
Y creo que todo eso ya está dicho y
redicho de sobra. Toda receta puede tener su contexto propio y su
gracia. El sabor único del momento en que la hice. Todas tienen su
historia, pero los argumentos al final se repiten.
Por eso no he diseccionado aquí el alma
que habitaba en el plum cake de plátano y coco que hice hace diez
días y que Laura sugirió que sirviese en La tasca. ¿Qué
podía decir que fuera nuevo? ¿Que llevaba un plátano que se había
ennegrecido en mi nevera, y un ingrediente inédito? ¿Que a veces el
sabor perfecto se consigue combinando lo desconocido y lo que creías
que había que tirar? ¿Que también así es la vida?
Bueno, la vida es como cualquier cosa con
que uno quiera compararla. Como un melón. Como un montón de monedas
de un céntimo. Como un desodorante en spray. En realidad lo de las
etiquetas es una mera formalidad. Todo lo que escribimos y leemos va
de una sola cosa: de entender qué carajo es esto de estar vivo. Todo lo
que hay aquí podría llevar la misma etiqueta. Así que no se me
ponga ninguna nerviosa.
Leer novelas.
ResponderEliminarQuién ha dicho que sea más interesante que estos miles de microrelatos, clases de autoconocimiento, guia de viajes, etc; con los que nos entretienes y enseñas( a mí, si)
Qué comentario tan gonito, lectorcilla mía.
EliminarJope. En cualquier caso, a mi me gusta la Tasca de Sila, no ya por las recetas en sí, sino por el olorcillo que me llega a través de la pantalla.
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