domingo, 21 de diciembre de 2014

Quieras o no quieras, la Navidad


Así que la Navidad, ese subgénero bloguero.

El contador de días empieza a correr hacia atrás como en un despegue en Cabo Cañaveral, y una ola de incontinencia nerviosa se alza en este patio de vecinas. Hay como una orden no escrita de dar tu opinión sobre ciertos asuntos, una especie de temario oficial que forma parte del contrato que has firmado con la expresión digital de tu vida, y que no te puedes saltar. Por supuesto, uno es libre y escribe lo que le sale de los genitales, pero hay que ser muy fuerte, tener una conciencia muy, muy robusta, muy impermeable, para que el clima de emoción general no empape o reseque tu criterio a la hora de elegir lo que quieres decir o no.

Yo soy fuerte, y soy robusta, y la Navidad me chupa un pie de manera bastante radical, pero los artículos por encargo me gustan, y aunque nadie me ha solicitado que hable de ello, mi propio prejuicio respecto a escribir de lo que toca me impone el reto de hacerlo.

Pero qué se puede decir que no esté ya dicho. Cuántas maneras originales de recuperar, celebrar o denostar el espíritu navideño nos pueden quedar. Una odia la impostura de alegría. El otro satiriza el brote de buenos sentimientos postizos, olvidándose de que Berlanga ya hizo lo mismo en Plácido, cincuenta años atrás. La de allí publica una versión treintañera de carta a los Reyes Magos que obligará a S.S.M.M. a hipotecarse. La de acá se queja de todos los regalos que le quedan por comprar. El de enfrente descifra entre atónito y cabreado la letra de los villancicos más populares, y se pregunta en mayúsculas qué demonios querrá decir eso de Holanda ya se ve, yo me eché un remiendo, yo me lo quité. Este compara sus modestas Navidades infantiles con el derroche de la de sus hijos. Aquel polemiza sobre europeísmos versus casticismo, el gordo y simplón Papa Noel frente a la exuberancia narrativa del oro, incienso y mirra.

Los hay que se ponen tristes, y quién se atreve a llamarlos cenizos: otro año que se escapa; otra vez la penúltima casilla de este juego de la oca cíclico, otra vez la farsa de que todo permanece, cuando lo cierto es que con cada calendario que cae, caen también trozos de ti mismo. Las figurillas del belén no envejecen; las bolas del árbol se han descascarillado un poco, pero si las colocas con inteligencia no lo notará tu cuñada. La tele, oh, sí, la tele, esa fuerza conservadora por antonomasia: el mismo formato de anuncios de cuando eras un crío, las mismas noticias, calcadas de un año para otro, sobre la subida de precios del marisco. Lo conveniente que resulta comprar por adelantado el cordero y congelarlo. Los aeropuertos que estallan en abrazos. Un discurso dispuesto a convencerte de que la Navidad es volver a casa, a tu propia historia reeditada, a tu fe inocente en un tiempo de regalos, cuando a lo mejor tu casa se ha hundido, o está cada vez más llena de fantasmas.

Y yo, ¿qué puedo añadir al ruido que valga más que el silencio? Poca cosa, la verdad. Ayer volvía del trabajo cerca de las diez de la noche y me costó la vida aparcar. Los accesos al centro estaban colapsados, los coches se buscaban las distancian como si fueran de choque, y una orquesta de cláxones parecía querer entonar el fun-fun-fun. Un aire histérico de compras impregnaba las calles. Ah, la Navidad, ese otro síntoma de nuestra enfermizo modo de vida: las cosas como vía de acceso a la ilusión de felicidad, como llave al cariño de los otros, como demostración de estatus social. Las cosas que has de conseguir a costa de tiempo y espacio. Que alteran tu ritmo y paisaje. Que se imponen a tu voluntad. Anoche me alegré de no rendirle a la Navidad más tributo que alguna bolita de coco, la bendita idiotez de las uvas y una comida un poco más especial de la cuenta, por el gusto de encender el horno y monear.


La vida es forgiana. Me lo han emprestao aquí

Y, sin embargo, también me apenó un poco ser descreída. Por un momento añoré tener una familia más numerosa a la que odiar con cariño profundo en pantagruélicas cenas de Nochebuena. Envolver una pirámide de regalos. Aborrecer el azúcar y no poder parar de tragarlo. Olvidar un instante el ser adulto en que he llegado a convertirme. Estar a punto de entregarme al brillo bobalicón del Portal.

Por un momento deseé que la vuelta al hogar fuera mucho más que un reclamo publicitario. Quizás sea eso lo que me ha lanzado a escribir sobre asuntos que no me interesan ya.


3 comentarios:

  1. Como a ti, tampoco a mi me dice nada la Navidad.
    Quitando a los creyentes, para los demás, estas fechas son un dejarse llevar. Por una razón u otra.
    Besos.

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  2. Me ha encantado eso de "Yo soy fuerte, y soy robusta, y la Navidad me chupa un pie": totalmente de acuerdo.

    Sin embargo, a los que detestamos estas fechas nos viene bien de vez en cuando verificar nuestra capacidad de sacrificio: comidas familiares (y entre esos familiares probablemente haya algunos que detestamos), felicitaciones fingidas a gente que ni nos va ni nos viene, etc. Si pasamos estos días y nuestra salud mental no se ha resentido es que, en efecto, somos fuertes y robustos y nos merecemos seguir así de bien. Y ya está.

    By the way: felices Navidades y mejor años 2015. En serio lo digo, ¿eh?

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  3. Yo no las detesto, conste. Es que no las vivo, No hay comidas familiares. Me cuesta tan poco decir feliz Navidad que buenos días a quien no me va ni me viene. Me encantan las bolitas de coco. Y siempre tengo la tonta esperanza de que el año entrante va a molar mucho más.

    Y...Puedo decir que usted me va y me viene, así que, con la misma seriedad ¡feliz Navidad!

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