Así
que la Navidad, ese subgénero bloguero.
El
contador de días empieza a correr hacia atrás como en un despegue
en Cabo Cañaveral, y una ola de incontinencia nerviosa se alza en
este patio de vecinas. Hay como una orden no escrita de dar tu
opinión sobre ciertos asuntos, una especie de temario oficial que
forma parte del contrato que has firmado con la expresión digital de
tu vida, y que no te puedes saltar. Por supuesto, uno es libre y
escribe lo que le sale de los genitales, pero hay que ser muy fuerte,
tener una conciencia muy, muy robusta, muy impermeable, para que el
clima de emoción general no empape o reseque tu criterio a la hora
de elegir lo que quieres decir o no.
Yo
soy fuerte, y soy robusta, y la Navidad me chupa un pie de manera
bastante radical, pero los artículos por encargo me gustan, y aunque
nadie me ha solicitado que hable de ello, mi propio prejuicio
respecto a escribir de lo que toca me impone el reto de
hacerlo.
Pero
qué se puede decir que no esté ya dicho. Cuántas maneras
originales de recuperar, celebrar o denostar el espíritu navideño
nos pueden quedar. Una odia la impostura de alegría. El otro
satiriza el brote de buenos sentimientos postizos, olvidándose de
que Berlanga ya hizo lo mismo en Plácido, cincuenta años
atrás. La de allí publica una versión treintañera de carta a los
Reyes Magos que obligará a S.S.M.M. a hipotecarse. La de acá se
queja de todos los regalos que le quedan por comprar. El de enfrente
descifra entre atónito y cabreado la letra de los villancicos más
populares, y se pregunta en mayúsculas qué demonios querrá decir
eso de Holanda ya se ve, yo me eché un remiendo, yo me lo quité.
Este compara sus modestas Navidades infantiles con el derroche de la
de sus hijos. Aquel polemiza sobre europeísmos versus casticismo, el
gordo y simplón Papa Noel frente a la exuberancia narrativa del oro,
incienso y mirra.
Los
hay que se ponen tristes, y quién se atreve a llamarlos cenizos:
otro año que se escapa; otra vez la penúltima casilla de este juego
de la oca cíclico, otra vez la farsa de que todo permanece, cuando
lo cierto es que con cada calendario que cae, caen también trozos de
ti mismo. Las figurillas del belén no envejecen; las bolas del árbol
se han descascarillado un poco, pero si las colocas con inteligencia
no lo notará tu cuñada. La tele, oh, sí, la tele, esa fuerza
conservadora por antonomasia: el mismo formato de anuncios de cuando
eras un crío, las mismas noticias, calcadas de un año para otro,
sobre la subida de precios del marisco. Lo conveniente que resulta
comprar por adelantado el cordero y congelarlo. Los aeropuertos que
estallan en abrazos. Un discurso dispuesto a convencerte de que la
Navidad es volver a casa, a tu propia historia reeditada, a tu fe
inocente en un tiempo de regalos, cuando a lo mejor tu casa se ha
hundido, o está cada vez más llena de fantasmas.
Y
yo, ¿qué puedo añadir al ruido que valga más que el silencio?
Poca cosa, la verdad. Ayer volvía del trabajo cerca de las diez de
la noche y me costó la vida aparcar. Los accesos al centro estaban
colapsados, los coches se buscaban las distancian como si fueran de
choque, y una orquesta de cláxones parecía querer entonar el
fun-fun-fun. Un aire histérico de compras impregnaba las calles. Ah,
la Navidad, ese otro síntoma de nuestra enfermizo modo de vida: las
cosas como vía de acceso a la ilusión de felicidad, como llave al
cariño de los otros, como demostración de estatus social. Las cosas
que has de conseguir a costa de tiempo y espacio. Que alteran tu
ritmo y paisaje. Que se imponen a tu voluntad. Anoche me alegré de
no rendirle a la Navidad más tributo que alguna bolita de coco, la
bendita idiotez de las uvas y una comida un poco más especial de la
cuenta, por el gusto de encender el horno y monear.
La vida es forgiana. Me lo han emprestao aquí |
Y,
sin embargo, también me apenó un poco ser descreída. Por un
momento añoré tener una familia más numerosa a la que odiar con
cariño profundo en pantagruélicas cenas de Nochebuena. Envolver una
pirámide de regalos. Aborrecer el azúcar y no poder parar de
tragarlo. Olvidar un instante el ser adulto en que he llegado a
convertirme. Estar a punto de entregarme al brillo bobalicón del
Portal.
Por
un momento deseé que la vuelta al hogar fuera mucho más que un
reclamo publicitario. Quizás sea eso lo que me ha lanzado a escribir
sobre asuntos que no me interesan ya.
Como a ti, tampoco a mi me dice nada la Navidad.
ResponderEliminarQuitando a los creyentes, para los demás, estas fechas son un dejarse llevar. Por una razón u otra.
Besos.
Me ha encantado eso de "Yo soy fuerte, y soy robusta, y la Navidad me chupa un pie": totalmente de acuerdo.
ResponderEliminarSin embargo, a los que detestamos estas fechas nos viene bien de vez en cuando verificar nuestra capacidad de sacrificio: comidas familiares (y entre esos familiares probablemente haya algunos que detestamos), felicitaciones fingidas a gente que ni nos va ni nos viene, etc. Si pasamos estos días y nuestra salud mental no se ha resentido es que, en efecto, somos fuertes y robustos y nos merecemos seguir así de bien. Y ya está.
By the way: felices Navidades y mejor años 2015. En serio lo digo, ¿eh?
Yo no las detesto, conste. Es que no las vivo, No hay comidas familiares. Me cuesta tan poco decir feliz Navidad que buenos días a quien no me va ni me viene. Me encantan las bolitas de coco. Y siempre tengo la tonta esperanza de que el año entrante va a molar mucho más.
ResponderEliminarY...Puedo decir que usted me va y me viene, así que, con la misma seriedad ¡feliz Navidad!