Hace muchos años pasé una semana en
Hungría. Y guardo tan pocos recuerdos de ello, que al escribir esta
frase me parece estar imitando el comienzo de Memorias de África.
Yo tuve una granja en África. Yo circulé una vez por las venas
de Hungría. No tengo ninguna foto que lo acredite. Sólo conservo un
contacto indirecto con una sola de las personas con las que compartí
aquel viaje. Tampoco tenía entonces la manía de disecar la
experiencia en palabras. En mi bolso no había ni cámara de fotos ni
cuaderno. Probablemente tampoco colgara ningún bolso de mi hombro.
Yo no era más que la semilla de lo que soy ahora.
Pasa que aunque no me crea vieja, en
aquella época me relacionaba con la realidad de una manera que se ha
quedado obsoleta: sin cámara digital y sin móvil, carecía de la
capacidad actual de apresar a mi antojo lo que iba viendo y de dar
testimonio inmediato de ello. Apoderarme de la realidad no resultaba
tan barato y elemental como hoy. Miraba a mi alrededor y tenía que
confiar en mi memoria. Almacenaba ahí mis postales, como en una
despensa, y cuando iba a repasarlas más tarde, me daba cuenta de que
los ratones no habían dejado más que las sobras. Quizás era
desatenta en un grado que rayaba el sonambulismo. Quizás sólo era
cachorrita, y no sabía que la memoria no es una compañera de viaje
tan fiel. Quizás leía tanto que en lo más íntimo esperaba que
todo lo que fuera a pasarme lo encontraría bien definido en un
libro. No sabía que más adelante tendría que empezar a tomar notas
yo misma, si es que quería verlo escrito algún día.
El caso es que de vez en cuando mi
memoria me chiva que estuve en Hungría, y siempre consigue sorprenderme. Me
cuela imágenes de estraperlo que, yo no se lo digo, pero parecen
mentirijilla. Suele pasar en verano, porque era verano cuando recorrí
el país en una furgoneta blanca, y algo de la textura como de
gelatina de los días más largos del año se ha quedado pegado a
esas postales. Hay siempre una luz prodigiosa: amaneceres de sangre,
mediodías nacarados, anocheceres con poder de transformar el paisaje
en un teatro de sombras, y a las personas en marionetas de Java. Hay
edificios suntuosos de los que justifican la narración ortodoxa de
un viaje. Hay decorados. Hay pedacitos de pintoresquismo: coquetos
cementerios sin tapia, goulash que hierve durante cuatro
horas en el campo. Pero hay ante todo vacío, y hay espacio. Ríos,
lagos, marismas: todo apaisado, todo raso. Hierba. Cientos de
kilómetros de pradera casi vacía. No habría podido tirar ninguna
foto, ahora que lo pienso. Hubiera sido tan inútil como intentar
fotografiar el aire.
Supongo que esa es otra de las razones de
que mis recuerdos sean poco sólidos: yo miraba por la ventanilla con
tal fijeza, y las carreteras duraban tanto, que llegaba un momento en
que podía creer que estaba respirando verde. El puro espacio verde,
desnudo de estructuras e inventos. Pronuncio Hungría mentalmente, y
evoco poco más que eso: algo que se expande en mis pulmones y crea
holgura en todo mi cuerpo. Cierro los ojos y me hago pequeña como
una hormiga, grande como un brontosaurio. Tras los párpados no hay
más que verde. No hay un país, sino un lienzo muy limpio que no
necesita ser pintado. Un comienzo que podría continuar de cualquier manera. La primera frase de una bonita historia de comunión con la
tierra.
Pienso así en Hungría, y ya no me apena
recordar tan poco. Es un trocito de leyenda que llevo alojado en la
memoria.
Tantas veces vamos como sonámbulos por la vida, que después,al recordar, tenemos la sensación de no haber aprovechado bien el momento.
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