sábado, 19 de julio de 2014

Hungría


Hace muchos años pasé una semana en Hungría. Y guardo tan pocos recuerdos de ello, que al escribir esta frase me parece estar imitando el comienzo de Memorias de África. Yo tuve una granja en África. Yo circulé una vez por las venas de Hungría. No tengo ninguna foto que lo acredite. Sólo conservo un contacto indirecto con una sola de las personas con las que compartí aquel viaje. Tampoco tenía entonces la manía de disecar la experiencia en palabras. En mi bolso no había ni cámara de fotos ni cuaderno. Probablemente tampoco colgara ningún bolso de mi hombro. Yo no era más que la semilla de lo que soy ahora.

Pasa que aunque no me crea vieja, en aquella época me relacionaba con la realidad de una manera que se ha quedado obsoleta: sin cámara digital y sin móvil, carecía de la capacidad actual de apresar a mi antojo lo que iba viendo y de dar testimonio inmediato de ello. Apoderarme de la realidad no resultaba tan barato y elemental como hoy. Miraba a mi alrededor y tenía que confiar en mi memoria. Almacenaba ahí mis postales, como en una despensa, y cuando iba a repasarlas más tarde, me daba cuenta de que los ratones no habían dejado más que las sobras. Quizás era desatenta en un grado que rayaba el sonambulismo. Quizás sólo era cachorrita, y no sabía que la memoria no es una compañera de viaje tan fiel. Quizás leía tanto que en lo más íntimo esperaba que todo lo que fuera a pasarme lo encontraría bien definido en un libro. No sabía que más adelante tendría que empezar a tomar notas yo misma, si es que quería verlo escrito algún día.

El caso es que de vez en cuando mi memoria me chiva que estuve en Hungría, y siempre consigue sorprenderme. Me cuela imágenes de estraperlo que, yo no se lo digo, pero parecen mentirijilla. Suele pasar en verano, porque era verano cuando recorrí el país en una furgoneta blanca, y algo de la textura como de gelatina de los días más largos del año se ha quedado pegado a esas postales. Hay siempre una luz prodigiosa: amaneceres de sangre, mediodías nacarados, anocheceres con poder de transformar el paisaje en un teatro de sombras, y a las personas en marionetas de Java. Hay edificios suntuosos de los que justifican la narración ortodoxa de un viaje. Hay decorados. Hay pedacitos de pintoresquismo: coquetos cementerios sin tapia, goulash que hierve durante cuatro horas en el campo. Pero hay ante todo vacío, y hay espacio. Ríos, lagos, marismas: todo apaisado, todo raso. Hierba. Cientos de kilómetros de pradera casi vacía. No habría podido tirar ninguna foto, ahora que lo pienso. Hubiera sido tan inútil como intentar fotografiar el aire.

Supongo que esa es otra de las razones de que mis recuerdos sean poco sólidos: yo miraba por la ventanilla con tal fijeza, y las carreteras duraban tanto, que llegaba un momento en que podía creer que estaba respirando verde. El puro espacio verde, desnudo de estructuras e inventos. Pronuncio Hungría mentalmente, y evoco poco más que eso: algo que se expande en mis pulmones y crea holgura en todo mi cuerpo. Cierro los ojos y me hago pequeña como una hormiga, grande como un brontosaurio. Tras los párpados no hay más que verde. No hay un país, sino un lienzo muy limpio que no necesita ser pintado. Un comienzo que podría continuar de cualquier manera. La primera frase de una bonita historia de comunión con la tierra.

Pienso así en Hungría, y ya no me apena recordar tan poco. Es un trocito de leyenda que llevo alojado en la memoria. 

 
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1 comentario:

  1. Tantas veces vamos como sonámbulos por la vida, que después,al recordar, tenemos la sensación de no haber aprovechado bien el momento.

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