De qué me sirvió saber que la
auriñaciense, la solutrense, y la magdaleniense fueron culturas del
Paleolítico, si nunca llegué a saber si los hombres de entonces
tenían celos y se enamoraban hasta las trancas, o sólo se montaban
unos encima de otros despreocupadamente.
De qué nos sirvieron todos aquellos
análisis morfosintácticos, si ni en la frase más inocua
pronunciada por un amigo aprendimos nunca a distinguir un matiz de
burla de otro de cariño.
De qué me sirvió saber lo que era el
cuerpo lúteo y la progesterona, si uno de cada tres meses mis
ovarios ácratas le ponen una bomba al cuerpo de conocimientos de la
fisiología reproductiva.
De qué me sirvió dudar un instante
entre ética y religión, si ninguna de las dos disciplinas me incitó
a indagar y elegir mis propios valores fundamentales.
Para qué las horas malgastadas
peleándome con la tinta china, el cartabón y el compás, buscando
ese Santo Grial del dibujo técnico inmaculado, si la vida es guarra
y el arte que prefiero es un puro manchón de color.
De qué me sirvió aprender a resolver
integrales o derivadas, a mí que tanto me cuesta a veces mantener la
cohesión entre todas mis partes; que tengo que darme sartenazos en
la cabeza para no derivar más.
De qué sirvieron las toneladas de
vergüenza y la sensación crónica de ineptitud cada vez que había
que saltar al potro o encestar una canasta, si con los años iba a
terminar enamorada de mi propio sudor.
De qué sirvieron Machado y Hernández,
si Serrat puso a reverberar sus poemas, y yo les cogí odio de tanto
como mi padre ponía esa banda sonora en el coche. ¿Y saber que el
amor cortés nació hace sólo mil años me libró de aspirar a ser
adorada?
De qué me sirvió el Panta rei y
todos los presocráticos, si a duras penas me cabe en la cabeza que
hace 2500 años hubiera gente tan preocupada como yo por el morir, el
amar y el vivir con serenidad.
De qué sirvió saber que hay un
movimiento uniformentemente acelerado, si toda la realidad conspira
para que vayamos a trancas y barrancas. Y de qué sirvió el asombro
de descubrir que la materia está casi completamente vacía. ¿Me
hizo ese conocimiento más desapegada, más tolerante a la
frustración?
¿Y los estromatolitos, por dios?
Probablemente tanto absorber, tanto copiar, no sirviera de nada, pero
desde mi instituto se veían las higueras y también una casita que habría
reconocido mi abuelo, y la tierra cambiando de color si llovía. Y
aunque yo no fuera consciente de ello, todo lo que veía tenía una
relación íntima con aquello que estaba aprendiendo.
Saber nunca está de más tita S, saber cosas es bueno. Ni que sea para que te llegue una conversación extraña o den una noticia en la tv y entiendas de qué hablan. No crees?
ResponderEliminarUn beso.
Pequeñísima, se lo dices a alguien que se entretenía leyendo la enciclopedia de chica, y que a veces salta aleatoriamente de tema en tema de la Wikipedia como si fuera una cama elástica. A mí me chifla saber idioteces, pero... ¿te imaginas si en el tiempo que empleamos memorizando cosas que ya estaban en los libros nos hubieran enseñado a ser personas un poco más sólidas?
ResponderEliminar(y voy a ir al infierno bloguero por responder tan tarde a tu comentario)
Nooo, tú eres demasiado buena para eso :p
EliminarSí, es cierto que deberían enseñarnos a ser un poquito mejores y no solo tanto conocimiento enlatado.
Un besito.
A veces pienso que lo único que intentan, es tenernos entretenidos.
ResponderEliminarYo creo más en el poder de la desidia. Con el sudor y el veneno que cuesta hacer una reforma educativa al uso, imagina si todo el contenido de lo que se enseña tuviera que ser puesto radicalmente patas arriba.
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