lunes, 6 de enero de 2014

Me quedaré tuerta de tanto guiñar

Terminar las vacaciones significa decir adiós al atracón de lectura. El tiempo se achucha, ceñido por la faja del horario laboral, y como no puedo renunciar al ejercicio físico ni a la escritura, se me hace obligatorio podar buenos ratos del tiempo que dedico a leer. Podría decirse que, de vuelta a la rutina, leo bonsais. Por suerte, el libro que he elegido para comenzar el año permite esta dedicación veleidosa. La vida simple no está alegremente compuesto de frases simples, sino de fogonazos. No es un libro aquejado de verborrea. No se deja leer de corrido. Cada sucesión de palabras acotada entre puntos tiene pleno sentido y revienta en imágenes como una piñata. No hay prosa apenas, ni discurso vacío. El tono es austero y cada cosa que se dice, necesaria. Uno piensa que está leyendo poemas, o escuchando cómo le hablan los árboles. Es un tratamiento de choque contra el ruido de fondo y la atención dispersa por la contaminación de mensajes.

En uno de esos momentos de entrega intensa a las palabras de otro, doy con lo que sigue:

Hacerle un guiño a un pequeño servidor de la belleza: un copo de nieve, un liquen, un arrendajo.

Leo eso, y ya no puedo dejar de mirar debajo de las alfombras del mundo ni de rastrear mi memoria en busca de algo a lo que guiñarle. Lees belleza, y quieres devolver belleza a cambio.

El nacimiento de un helecho: ese erizo tímido, blandito y forrado de fieltro, que más que vegetal parece una criatura marciana; concentrado en sí mismo como un embalaje de Ikea, portando ya, a escala reducida, todos los elementos de su futuro esplendor.

Una nariz adulta salpicada de pecas. Rastros físicos de una infancia que no terminó de pasar.

Los mochuelos, plantados en una tapia a última hora del día, con sus ojillos redondos y sus cejas autoritarias y blancas. Parece que te están reprochando algo, a lo mejor todo el ruido que montas, pero en realidad yo creo que juegan a ver quién se ríe el primero.

La noche en las carreteras terciarias, esas que ni siquiera tienen líneas reflectantes, cuando están flanqueadas por árboles. Aparecen con la luz de los faros, le echan un vistazo al interior de tu coche, desaparecen de la misma manera. Si no hubiera más, te sentirías desamparado, pero siempre hay más. Podrías pasarte la vida conduciendo así, iluminando presencias, compartiendo el silencio con árboles de tronco encalado y un copiloto de confianza.

Más sobre luces. Le guiño a las cadenetas de farolas que hacen de la circunvalación un lugar algo menos hostil. A las luces intermitentes que señalan la presencia de molinos eólicos: constelaciones efímeras. Mensajes a pueblos de otros planetas.

Entre Tarifa y Barbate, los molinos de viento tampoco es que necesiten un alumbrado publicitario para ofrecerte cápsulas de belleza. Un día que se acaba, un coche a no mucha velocidad, es todo lo que hace falta para ver bailar a esas criaturas timidotas y desgarbadas.

A la misma hora, en el mismo sitio, hincos de acebuche sosteniendo las mallas de alambre de espino. Se vuelven negros contra el cielo mucho más claro, y parecen recién salidos del taller de un escultor con tormentas internas.

Los terrones rojos a punto de ser sembrados. Granada es pálida, por la nieve y la escarcha, pero también por el color enfermizo de sus tierras de cultivo. Es un placer y un alivio encontrar un trozo un poco más subido de tono, como esas mejillas después del ejercicio a las que con gusto darías un mordisco.

La escarcha también, por supuesto, esa piel rutilante.

Las manchas de óxido en los portones de chapa. A mí me gustan. Y qué. También las placas antiguas para el número de las casas.

El morro de un becerrito, húmedo, desvalido.

Y los albaricoques. Nada que añadir a ese regalo definitivo de los primeros días de verano.


Podría seguir toda la tarde, pero mi libro me espera. Ahora, si quieres, sigue tú el ejercicio. Te darás cuenta de que, así de atendida por tantos sirvientes minúsculos, nunca nos faltará la belleza.

7 comentarios:

  1. La tela tejida por una araña, cuando nos la descubre un rayo de sol.

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    1. Eeh, una de las cosas que me dejé en el tintero era esa. Pero ni siquiera una tela de araña completa, sino sólo hilos de seda que parecen conectar todo el monte, como esos rayos láser que aparecen como medida de seguridad en las películas de atracos.

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  2. Ves? A esto es a lo que me refiero siempre... Eres tan encantadora...
    Un besito.

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  3. Anónimo entre comillas07 enero, 2014 22:57

    ¿Y no es la propia palabra escarcha uno de esos guiños? La oyes y da frío, cruje y brilla.
    Tengo una amiga a la que la cámara de fotos se le dispara sola cuando ve una mancha de óxido, en portones de chapa o casi en cualquier sitio.
    Añado obviedades, pero es que no puedo evitarlo, es lo que tengo más cercano, guiños constantes: los ojos de un gato mirándote, las graciosas almohadillas rosadas o negras de sus patas, a veces el dibujo de su piel (¡la de la barriguilla de Nico!)...

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    1. Oh-sí-oh-sí, las almohadillitas, sí. Los gatos no son pequeños servidores en absoluto. Son monumentos.

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  4. El hombro izquierdo de "Bonito del Norte" por las mañanas, cuando se deslizan un poco las sábanas y se queda medio destapado... ¡que hombre tan fornido!.

    El paisaje de montaña por las noches de luna llena en invierno. El reflejo de la luna hace que parezca de día.

    El primer atardecer de otoño desde el Salto de Roldán.

    Y así podría seguir, pero creo que llego tarde.

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