jueves, 30 de enero de 2014

Como hojas en el torbellino

 
Más sobre la probabilidad cotidiana del desastre. 

Reconozcamos que cuelga sobre nuestras cabezas con más gracia que nuestro pelo ingobernable. Hace equilibrios como un libro sobre la coronilla de la aprendiz de modelo. ¿Pesimista me hallo? En absoluto. No hago más que deducir perogrulladas del discurrir de los días más normales. Eso a mí me ayuda a rectificar la costumbre de estar viva. Cada vez que juego al ajedrez con mi precariedad, y la reina negra muerde el polvo del tablero, a mí me dan ganas de cantar aleluyas. La fragilidad es un arma que las religiones han sabido explotar. Hoy me paseo por las segundas rebajas de las obviedades.

Esto viene a cuento del coche oficial. No debería publicarlo, porque luego mi mamá padece al leerme, pero de repente, en plena circunvalación demencial de Granada, donde las salidas se funden graciosamente con las entradas, el coche se para. Pum. Muerto. Apenas con el aviso de un par de tirones discretos que, si hubieran sido síntomas de un infarto, no habrían alarmado ni al más hipocondríaco. Con una viveza poco acorde con la hora de siesta a que empezamos la jornada de tarde, mi compañero logra conducir el marmolillo metálico hasta el arcén. Que es estrecho como bigote preadolescente. El ictus de nuestra máquina nos ha colocado justo en una de esas salidas por las que la ciudad se desangra a las tres de la tarde. Y sólo ha pasado media hora de esta. Somos un trombo en una pierna, un tronco caído en el desagüe de una tormenta.

Y así es como se percibe cuando estás parado junto a la corriente: remolinos de coches pasando a tu vera a una velocidad pornográfica, coches frenando a menos metros de tu espalda de lo que una mente yonqui de lo seguro se atrevería a calibrar. Nuestro congénito mundo sobre ruedas se convierte en una cosa marciana. Como podemos nos refugiamos entre el parapeto del coche y el murete de cemento que ciñe la carretera. Queremos creer que el chaleco amarillo es una prenda mágica que nos asegura la invulnerabilidad. Hacemos chistes en espera de que aparezca la grúa. Estar vivo es una rutina muy gorda. Eludir con alegría la verosimilitud de la muerte, nuestra cabezonería más terca. Hemos disipado la ansiedad hacia asuntos tan secundarios que apenas si reconocemos el peligro real.

Y, sin embargo, tú y yo sabemos que cualquiera de esos coches podría llevarnos puestos al mínimo paso en falso que diéramos. Hay gente hambrienta en el vientre de cada uno de ellos. Gente que esta mañana, o esta noche, le dio zarpazos al despertador allá por las cinco. Gente que es al desvío hacia su ciudad dormitorio lo que Rodrigo de Triana a la costa de América. Piezas de un engranaje mecánico fabricadas con carne y bostezos. Y cualquiera de ellos podría convertirse, por arte del despiste, en la persona más decisiva de nuestra vida. Más que los amores y los parientes, los maestros y los gurús. La experiencia de cada uno le debe más derechos de autor a creadores anónimos de los que estamos dispuestos a pagar.

Y comprender esto de nuevo, darte de bruces con el obtuso poder que tienen los otros sin nombre, y que tú tienes respecto a ellos, asusta, claro, e inquieta terriblemente hasta que te olvidas a los pocos segundos. Pero también es una especie de acto intrincado de amor. Un reconocimiento del papel crucial de la segunda y la tercera persona sobre nuestro devenir tan autocomplaciente. Y un deslumbramiento que se renueva mil veces: la vida es un hecho pura y milagrosamente circunstancial.

6 comentarios:

  1. Yo sentí algo parecido pero al revés hace unos días, cuando un señor mayor se materializó repentinamente frente al morro de mi cochecito (leré). Casi me/le da un pasmo.
    La vida, tita S, pende siempre de un hilo muuuy finito, así como de araña, pero sigue milagrosamente adelante.

    Me ha gustado mucho. Besos.

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    1. Los señores mayores los carga el diablo. Sobre todo cuando son ellos los que están al volante. No habla la gerontofobia, sino la experiencia.

      Besos, gonita.

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  2. A veces parece que fuera la pura inconsciencia lo que nos mantiene vivos, porque mira que es fino el hilo que nos ata...

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  3. Pues si, completamente de acuerdo: como cuando haces en coche el mismo camino una y otra vez y cuando llegas al destino y tomas consciencia, no te puedes creer que hayas sido tú la que conducía.

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    1. Y entonces la persona desconocida que podrías haber atropellado durante ese semi-trance se habría convertido también en una de las más importantes de tu vida.

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