Bonitos, bonitos, no son, la verdad.
Tienen el exquisito plumón de bebé entreverado con un montón de
plumas oscuras que hacen pensar sin remedio en ese caos físico que
es la adolescencia. La boca muy abierta, congelada en el gesto de
recibir comida de sus padres. Sin embargo, son demasiado grandes ya
como para que te den ganas de llevártelos a casa. Se aprietan contra
el trigo y, cuando invadimos como castellanos el círculo diminuto de
espigas que sus padres aplastaron para formar el nido, ellos no
protestan, no pían de miedo, ni tratan de escapar. Sólo abren la
boca todavía más. Deben de creerse que el mundo entero es una
excusa para que ellos sean alimentados. Nacieron hace unos veinte
días, y nunca han visto a un hombre, a un zorro o a una máquina
cosechadora. No tienen manera de saber, por tanto, que el tiempo
juega en su contra, y que, hasta que no alcen el vuelo, están
absolutamente vendidos.
Dentro de dos, tres días, se empezará a
segar el cereal por esta zona del mundo adonde el jefe nos ha
mandado. Eso significa que, si nadie lo impide, toda la vida
que bulle en los trigales, todo ese futuro de hermosas, elegantes
alas grises y de emigraciones a quién sabe qué rincón de África,
se convertirá en carne picada. Tú estás parado en la linde de la
parcela dorada, medio enloquecido por los mosquitos diminutos que
tratan de colársete por nariz y orejas, y no te puedes ni imaginar
la de equilibrios dramáticos que están sucediendo en su interior.
Por alguna remota razón ecológica codificada en sus genes, estos
bichos han cruzado medio hemisferio para reproducirse justo aquí. Y
justo ahora, cuando la mayoría de los pollos aún no han aprendido a
volar, la tierra donde se esconden va a ser segada. Ahora, porque
este año el calor ha apretado temprano, y las espigas están ya
cargadas. Porque, posiblemente, el agricultor se vea obligado a jugar
intrincados juegos de Bolsa con su grano, y a venderlo pronto para
ganar más. Porque el gasoil, las semillas, los abonos, los
herbicidas, cada vez están más caros, y urge convertir la cosecha
en dinero. En esta parcela, los ciclos económicos se entrecruzan con
los naturales, y en la intersección, para variar, hay sangre.
Así que ahí estamos nosotros, tratando
de adivinar la ubicación exacta de los nidos, con la cosechadora
comiendo metros. Los pájaros adultos nos vuelven locos con sus
vuelos rasantes, y sus caprichosas idas y venidas. No hay manera de
que se posen dentro del trigal, y nos indiquen la posición donde se
han dejado a sus pollos. Te dejan perplejo, medio hipnotizado, y a
punto estás de creerte que en sus vuelos sólo hay juego. Te los
quedarías mirando toda la vida, a pesar de los mosquitos y la
solanera, si no fuera porque el tiempo apremia. Hoy, después de una
temporada de trabajo perfectamente vacío y burocrático, vamos a
enfrentarnos con problemas reales. Los pollos son reales. Las
cuchillas de la cosechadora, demasiado reales. Hoy vamos a ser
útiles. En un mundo ideal, este trabajo debería haber sido
planificado hace un par de meses, pero quizás todavía queda tiempo
para que podamos hacer algo bueno por todo eso que la expresión
“medio ambiente” es incapaz de abarcar.
Es preciso que los vea, que mi mirada, mi calendario, y ahora mis palabras, registren esta fragilidad. Alguien me dijo una vez con gracia que el aguilucho cenizo no se llama así por el plumaje plateado del macho adulto, sino por su malísima suerte. Si no es la siega, es la culebra que repta por los trigales y se pirra por sus huevos, es el zorro que se aprovecha de la visibilidad de los rodales que el agricultor ha consentido en dejar sin cosechar, para proteger a los nidos, es la subvención europea que prima al girasol y al olivo.
Porque hay un tic tac mucho más
amenazante y definitivo que el de la siega. Es la cuenta atrás de un
mundo que hace mucho que empezó a agonizar. Cada vez quedan menos
parcelas de cereal donde estos pájaros puedan anidar. Menos eras,
menos manos en el campo, menos amapolas. La ola terrible de la
economía especulativa y global sigue arrasando todas las redes de
relaciones y costumbres que se tejieron hace tantos años como los
que el hombre lleva comiendo pan. Veo los pollos de aguilucho,
desgarbados, desvalidos, y pienso que si al final sobreviven, será
como si alguien tuviera la compasión de ponerle un puntal a uno de
los tantísimos cortijos en ruinas que se empeñan en no
desmoronarse. O como si una vieja historia de las que se contaban a
la lumbre fuera rescatada del olvido. Vale la pena estar allí, con
las manos a la espalda, bien atenta al trigal.
El progreso.el progreso,¡valiente progreso!.
ResponderEliminarVale la pena, Silvia, claro que sí. Si conseguísteis salvar a alguno de esos inocentes aguiluchos cenizos -parece que hasta el nombre tiene ya tono despectivo y el apellido ni te cuento- de la trituradora, mereció la pena.
ResponderEliminarCuando oigo que hay quien opina que los que nos preocupamos por estas cosas de la "ecología" andamos un poco obsesionados, pienso lo que tú ya sabes y ellos no: si desaparecen definitivamente estos aguiluchos, las abejas, los linces, los quebrantahuesos...no "sólo" se perderán ellos, el delicado mundo en el que cada uno tenía su lugar se va perdiendo irremediablemente y para siempre y con ellos lo mejor del nuestro.
Mi anterior comentario no pretendía ser más anónimo de la cuenta. A estas horas no sé muy bien dónde andan las comillas.
ResponderEliminarPues si, es una satisfacción grande ver volar el mes que viene alguno de los pollos que se salvaron de la cosechadora gracias a que unos tipos de verde pasaron por ahí.
ResponderEliminarMe recuerda mis tiempos de campiñero por El Andévalo, con la bióloga de EGMASA, de charla de concienciación con los maquinistas a pie de cosechadora. Por aquellos tiempos se repartian gorras y se compraban los trocitos que se dejaban sin cosechar, lo cual beneficiaba bastante tb a los cazadores que veían como "mágicamente" se multiplicaban las perdices y conejos... los agricultores encontraban menos ratones y topillos gracias al "control biológico" ejercido por los aguiluchos y la agricultura era una chispitica más sostenible.
Ahí fué donde aprendí que las extensas y aparentemente monótonas campiñas no tenían por qué ser un aburrido destierro para un "forestal".
Desgraciadamente, me temo, este tipo de programas sin cinta que cortar en inauguraciones a bombo y platillo y que se desarrollan lejos de la vista de cualquier ser humano sensato (que andaré lejos de los calorines y secarrales de los campos de cereal en estas fechas) serán los primeros en sufrir la tijera, empezando por el chaval de La Agencia, que seguramente dará más tumbos que el baul de la Piquer.
...Eeeeen fin, un abrazote, compañera! Recuerda: la caló y polvarea de los trigales eleva exponencialmente el gusto al sumergir los pies en las aguas mediterráneas. ;-)