jueves, 8 de marzo de 2012

Entre casa y casa


El problema de poner un 1 entre paréntesis, después de un título, es que te obligas (y obligas a la gente) a las segundas partes. Y sospecho, que en este caso mío de las casas, la obligación puede alcanzar hasta a una tercera, y hasta una cuarta parte. Estoy haciendo el recuento, y creo que todavía me quedan unas trece o catorce casas para cerrar el ciclo. Y, de repente, me da una pereza inmensa. Es del mismo tipo que me dan el Corte Inglés o los lugares embuchados de gente: la pereza de la exuberancia. No voy a llegar al extremo de decir que mi actividad cerebral sea limitada. Lo que es limitado es mi capacidad de concentración. Y cuanto hay tanto material en lo que fijarse, tanto que expresar, tantas cosas y tantos rostros que reclaman su oportunidad de que alguien les preste un poquito de atención, me agarroto. Resbalo.

Y eso es a lo que todo mi ser escritor (lo digo así, a lo loco, aunque me suene un poco a farsa) tiende ahora. A levitar por encima del tema de las casas, como si viviera en un cuadro de Chagall, o a que ese tema se me resbale de entre las garras. Ha habido demasiadas. Tantas, que la tentación de echarle la culpa de unas cuantas cosas, a esa abundancia de domicilios, es también demasiado fácil. Podría achacarle mi ausencia de arraigo. Esta especie de inquietud que se me empieza a despertar cuando llevo viviendo ya cerca de dos años en un mismo lugar, y que es como una vocación migradora. La timidez que arrastro desde los primeros tiempos. Haber estado privada de viejas amistades de barrio. Podría atribuir todo ello a mi infancia itinerante, pero no quiero. Una vez leí en un libro de Julian Barnes, creo que en Inglaterra, Inglaterra, que, pasados los veinticinco años, no era de buen gusto responsabilizar a los padres del carácter de cada uno.

El caso es que no me apetece hablar hoy de casas. Hace un momento, en el desayuno, pasaba las páginas de la guía de los Alcornocales que saqué ayer de la biblioteca. Os parecerá fijación, ¿verdad? Es un libro que vi hace unos meses en la librería del Factory de Palmones, y que no me llegué a comprar, porque pensé “¿y que me va a enseñar este que yo no sepa?”. A veces soy asín de fanfarrona. Desde entonces, llevo la verde portada de ese libro incrustada en medio del cerebro, entre los vapores enfermizos del deseo. Cuando ayer lo vi al alcance de mi tarjeta de lectora, me lo metí entre los pechos, con un gesto de “mi tesssoorooo”. Y vaya si tiene cosas que enseñarme, pardiez. Porque he vivido y trabajado dos años y medio en, entre y bajo los Alcornocales, y apenas si conozco de ellos las escamas. Así que lo único que quiero en estos momentos es atarme las botas de campo, meterme en el coche, no parar de conducir hasta llegar a Algeciras, Los Barrios o Jimena, y tirarme por lo menos tres días andando. A mí dejadme de techos ahora, que sólo quiero copas de árboles. Repito, lo Ú-N-I-C-O. Lo dice alguien que siempre quiere más cosas de las que está en su mano alcanzar.

El Factory de Palmones. ¿Os importa que hoy sea un poquito más incoherente de lo normal? Cielos, qué lugar. Yo conocí sus buenos tiempos. En Jimena me aburría tanto que, a veces, franqueaba los veinticinco kilómetros que me separaban de Palmones y me daba al consumismo salvaje. Masa contemporánea en estado puro, eso es lo que era yo, en aquel entonces en los que la palabra crisis sólo venía seguida del adjetivo “sentimental”. Entraba en el Carrefour y me compraba cinco tipos de queso y cinco kilos de mangos. Seguía por el Factory, y ¿cómo resistir la tentación, si había montañas de ropa bonita, de la temporada anterior de Mango y Zara, a menos de cinco euros? Nunca había mucha gente, la verdad, y eso a mí me maravillaba. Yo me decía que quizás era porque siempre aprovechaba para ir durante las mañanas que la jornada de tarde me dejaba libres, nunca en fin de semana, lo que le añadía un plus de astucia a la astucia general de encontrar gangas. Pero a lo mejor es que el Factory estuvo condenado desde su apertura al fracaso. Era – es – un especie de barracón metálico, demasiado grande, con demasiadas corrientes de aire y demasiados locales que todavía no se había atrevido a ocupar ninguna marca, lo que le daba un aspecto demasiado disuasorio, como si los escaparates estuvieran mellados. Desde entonces, unas tras otra, las tiendas del Factory han ido cerrando. Cada vez que voy, porque, de alguna manera hipnótica, no puedo dejar de entrar cuando paso por allí, hago un recuento de bajas. Me extraña que todavía haya alguien dispuesto a pagar la luz y la limpieza de tantos metros cuadrados estériles. Y, sin embargo, en el Factory de Palmones sobrevive Beta, una de las librerías mejor surtidas que conozco. Yo la uso de excusa. Le digo al mundo que quiero buscar un par de libros, pero en realidad lo que pretendo es satisfacer mis ansias de morbo: ¿quedará alguna otra tienda abierta, aparte de Beta?

¿ Y por qué nos cuentas este rollo post-industrial, so cenutria?, os estaréis cabalmente preguntando. No sé. Porque mi energía mental está bajo mínimos. Y porque en este blog hablo del mundo a través de mí, o de mí superpuesta sobre el mundo, y también el atribulado Factory es una parte de mí. Es mi vitalidad incompleta de entonces. Es todo lo que podría haber hecho en lugar de recorrer pasillos de un centro comercial en el que asomaba el cemento por cada rincón. Son todos los caminos del bosque que entonces no me decidí a andar por mi cuenta, y que ahora deseo más que nada. Es el poco talento que entonces tenía para estar a gusto en mi propia compañía. Es todo lo que podría haber escrito, y la vocación que se hubiera consolidado, si se me hubiera ocurrido que las palabras podían convertirse en puntos de amarre al mundo tan válidos como las personas. Yo, muchas veces, preferiría ser una cámara de vídeo, para registrar no lo que me pasa, sino lo que pasa, de manera menos parcial, sin que cada una de las imágenes estuviera distorsionada por mi propia lente. Pero todavía no soy de ese tipo de escritor, si es que soy de algún tipo, que es mucho aspirar. Por ahora me tengo que conformar, y os tenéis que conformar, con lo que rezuma de este pobre corazoncito mío.

(Vendrán días con más energía. Sólo necesito ponerme a andar)

4 comentarios:

  1. Hija no he leido nada de Julian Barnes ,pero sólo por la frase de él que mencionas, creo que me gustará.Voy a ver si encuentro algo suyo en esta pobre biblioteca.

    ResponderEliminar
  2. Viva el caos!. Jo, cuando has hablado de tus casas, creo que he reconocido la de Jimena y, por ende, el viajecico tan chulo que nos montamos años ha ¿o es a?. También, y me estoy acordando ahora, he reconocido una de Granada, aquel fue el segundo y último viajecillo en el que todo era DANTESCO!, jajaja. No sé si te llegué a contar que después de aquel viaje almeriense, ya en Ciudad Real, me iba meando de la risa por las calles.
    Besos, primica!. Ya mismo en tu ciudad!!!
    Laura

    ResponderEliminar
  3. No va nada a colación de tu itinerante post. Pero necesito saber tu opinión. Mi ego me lo exige. http://www.youtube.com/watch?v=hoBZGbh5-wE&feature=related

    ResponderEliminar
  4. Tro,queridito, tu exigente ego no corre peligro conmigo. Ya he dicho que a mí me gusta hasta Marc Antony. Mi opinion: la canción me gusta mucho hasta durante las primeras estrofas, incluidos los solos instrumentales, pero cuando el muchacho, del que a continuación pasaré a hablar, alza la voz, me recuerda un poquico a Sting, que es un señor que, aunque me excomulguen, a mi me da cierta grima. La voz como de japonesa de la chica de caderas prometedoras me encanta.
    Ahora, el cantante no es humano, y deberías pedirte perdón por mostrarme su aspecto, porque me han dado escalofríos. Suma: ojos verde esmeralda + boca de batracio que se mueve como movida por ordenador, como a los gatos cantores + lengua ¡¡fucsia!! + cejas de movimientos independientes = cortesano de la Diana de V. Eres malo y exquisito.

    ResponderEliminar