martes, 3 de enero de 2012

¿Cómo? ¿Hacer la maleta? ¿Otra vez?


¡Oh pereza! ¡Dulce y vieja amiga! Ven para acá, mira ese cuadradito de sol que cae sobre mi cama revuelta. Qué cosa más preciosa, ¿verdad? Son las 10:00 de la mañana, por el balcón abierto de par en par entra un frío que huele a frutos secos, limpio todavía de coches, casi exótico, como los nombres de las cosas en Islandia. En el salón a lo que huele es a tostada y cafetera medio llena. ¿A que sería divino si nos apretujáramos las dos, fiel pereza, dentro del cuadradito? Como si nos hiciéramos fotos de amistad forever en un fotomatón. Venga, la luz de esta mañana debe de tener efecto photoshop. Se me ocurren dos cosas: podemos meternos de perfil y cuerpo entero en el cuadradito, como dos siameses que aún no conocen el aire contaminado (¡hermana pereza!); o colocarnos boca arriba, sembrando la cama de brazos y piernas, para que el cuadradito nos cubra sólo la cara. Todo se verá dorado bajo nuestros párpados traslúcidos.

Alguien debería hacernos entonces una foto y archivarla en la categoría de grandes momentos felices de la humanidad. ¿Por qué nadie nos espía? Imagina, llegar un día del trabajo (ya, ya sé que tú el trabajo no lo catas; por eso te digo, imagina), y ver un sobre de papel estraza asomando por la rendija de tu buzón. Soy una romántica sobrealimentada de cine en blanco y negro, lo reconozco. Subes las escaleras, toda intrigada. Sueltas las llaves y la mochila por donde pillas. Rasgas el sobre con un estilo muy mujer fatal, y te la encuentras ahí de sopetón, tu cara en primer plano, un mapa de venillas rojas y pecas que no te conocías, la sonrisa de comer perdices, toda tú rebosante de sol. Miras por encima de tus hombros, te asomas al balcón. ¿Dónde está el fotógrafo de tu intimidad? A lo mejor el sobre incluye una cinta (¡¿una cinta?! Bueno, un ipod) con nuestros suspiros grabados. Suspiros de puntas elevadas, como si les hubiéramos dado con un rizapestañas. Sería bonito.

Pues no. Nada de suspiros, ni de remoloneo ni de cuadradito. Tengo que hacer la maleta. Ofú. Ha llegado, de nuevo, el día de la partida. Ofú- ofú. Se supone que tengo que estar ilusionada y dinámica, como una chica Cosmopolitan. Pero la maleta, otra vez... Pereza, anda, lárgate. Siempre inoportuna, como una dependienta del Corte Inglés. Sí, sí, yo también te quiero, vuelve cuando quieras. Uff, qué pesada. Aunque no tiene malas ideas. Por ejemplo, se le ocurren cosas como contratar un servicio de modernos ayudas de cámara para que me (nos) hagan la maleta perfecta, esa en la que nada sobra ni falta, teniendo en cuenta el destino y los objetivos del viaje, en la que todo está dispuesto en estratos cronológicos, abajo lo último que te vas a poner, y encima, lo esencial, todo, por supuesto, perfectamente doblado e inmune al arrugamiento. Y si tal servicio no existe, montarlo, amasar una fortuna y, a los tres meses de éxito, dejar el trabajo uniformado para convertirnos en nuestras propias jefas. Es una idea que roza la excelencia. Mmm (suspiro de puntas lacias).

Si me hubieran dicho hace cinco años que la simple mención de la palabra viaje iba a convocar a mi amiga siempre dispuesta, la pereza... A estas alturas de la vida en sociedad, expresar en voz alta que viajar es un coñazo suena más plebeyo que Belén Esteban. Yo que moría por ver volcanes, vacas en las Azores, cubos inmaculados en un lugar que sólo por llamarse Koufonisia debe de ser como una fonda del espíritu. Todavía tengo la guía de Grecia, impoluta y sin desflorar, que compré en un arrebato lírico-optimista. Yo que t-e-n-í-a, con toda la fuerza de sus cinco letras, que ver las dunas del Sáhara. Aprender mil nombres nuevos de colores en Sri Lanka. Callarme de verdad en los templos zen de Kyoto. Gritar con todo lo que me dieran los pulmones por encima de las selvas de Costa Rica. Sigo muriendo por todo ello, pero a gotitas. 

¿Qué ha pasado? Que veo mi maleta roja y me acuerdo de cuando fuimos al País Vasco, este julio. Fue un viaje tipo gymkana: cada noche, un hotel distinto. Cada día, el mapa de carreteras y el acarreo chino de maletas. Excitante, no lo dudo, la mítica vida a salto de mata. A mí me agota. Mentalmente, digo. Se suceden las imágenes, las aldeas, los nombres que se pronuncian como un sortilegio. Todos bellos y dignos de ser respirados con pausa. Pero el torbellino no para. Más, más, hay que seguir abandonando y engullendo lugares. Lo que hacemos es una colección de estampas. Al final llegas a tu casa y te preguntas, un poco desolada, ¿pero dónde he estado? ¿Qué es lo que he hecho con todos esos pobres lugares, en los que la gente sigue yendo a la compra, o divorciándose, o dándose de la mano frente al atardecer que también nosotros admiramos? Es como si alguien que nos conociera de poco fuera divulgando por ahí un retrato nuestro con dos adjetivos generales, tipo “tímida e interesante”. ¡Pero ésa no soy yo, ni los lugares son los brochazos que recordaremos!Porque Nuestra memoria se convertirá en un folleto de agencia de viajes, con fotos de colores brillantes y saturados, y un texto plano.



Claro, que si vuelvo a echarle otro vistazo a la maleta, de lo que me acuerdo es de ese otro viaje a Lisboa, hace cuatro meses. Esta vez no fuimos a uno y mil sitios, sino que nos quedamos en un sitio, y en él, viajamos mucho hacia arriba o hacia abajo, y poco hacia los lados. Pero este tema se merece una etiqueta para él solo.

P.D.: trataré de colar de contrabando el portátil en el maletero (¿por qué me compraría este juguete a medias con mi medio limón?). No cantéis victoria. Volveré más pronto de lo que soñáis.

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