lunes, 10 de febrero de 2020

Todos enfermos



Veo al pangolín y me falta esto así de poco para creer en dios. En uno que se levanta pasado el mediodía con aliento de buitre. Que le da la vuelta a los calzoncillos que lleva puestos porque no le quedan limpios. Que se alimenta mayoritariamente de sándwiches de mortadela y mayonesa. Que coquetea con la politoxicomanía. Que se siente un impostor. Que jamás entrega a tiempo sus artículos. Que logra cumplir sus proyectos cuando el mundo se ha cansado ya de esperarlos y que, a pesar de ello, se le caen genialidades de encima como caspa. A mí no me cabe del todo en la cabeza que un bicho que parece un oso hormiguero vestido por Paco Rabanne pueda haber sido diseñado por las acéfalas fuerzas evolutivas, y por eso pienso que sólo un dios de ese tipo es capaz de fantasear e insuflarle hálito a tal delirio.

Veo lo que estos días se informa en torno al pangolín y me falta menos todavía para creer en la justicia divina. Y eso ya no me parece tan gracioso como imaginar un dios de humores trastornados, terriblemente talentoso. Reducir la secuencia tráfico y abuso de especies silvestres / mercado chino / enfermedad vírica / muerte / miedo pandémico / economía global amenazada a un juego de crimen y castigo me parece lo bastante maniqueo e irrespetuoso como para no permitirme el lujo de caer en ese hábito tan extendido de pensar por atajos. Cuando leí esa aún no confirmada correlación entre una de tantas muestras de la naturaleza esquilmada y las tribulaciones del hombre me salió un muahaha resentido del que me avergoncé inmediatamente. Porque el sufrimiento no puede indemnizarse nunca con sufrimiento.

Y sin embargo... Es tan elemental, es un eslogan tan efectivo ese nexo. Funciona tan bien para vender que todas las criaturas diversas e inverosímiles, humanos tanto como pangolines, que poblamos este planeta somos células, tejidos y órganos de un mismo cuerpo. Un virus, que es poco más que un trozo oportunista de información codificada en genes, protegido por un escudo de proteínas, salta de un murciélago a un pangolín a un hombre, tuneándose convenientemente en cada fase para volverse más eficaz, de acuerdo con su propósito de pervivencia. Exactamente como el miedo.

El miedo a ser comido modela la anatomía disparatada y el comportamiento de los pangolines. Sus escamas, como el cuerno del rinoceronte o el cerebro del buitre, se consideran medicinales en algunas partes del mundo, así que el miedo al dolor físico de los humanos, tanto como el afán de poseer objetos que mejoren su estatus, moldea el destino de las poblaciones animales. El miedo a infectarse de una enfermedad que no parece matar más que la gripe o la pobreza interrumpe el tráfico en las ciudades, suspende negocios, sabotea las presunciones digitales; encierra a la gente en sus casas, deja barcos varados, reaviva recelos y hostilidades. El miedo es un virus que muta y infecta con afán nivelador e igualitario. El miedo de los animales es hermano de nuestro miedo, porque su daño acarrea nuestro daño. Sí, es una afirmación tosca. Sí, la interrelación de los vivos es una evidencia inapelable.

Esto no nos va a salvar de la enfermedad global


3 comentarios:

  1. La estupidez humana es infinita, ya estaba dicho pero es que leyendo el artículo del National Geografic es mas que constatable.

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  2. Y mira que le echamos paciencia a este bicho, pero no hay manera. Extinción.

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    and you'll be 1-2lbs skinnier the very next day!

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