Mear en el campo. Hablemos
un momento de eso. Madre, yo tengo en cuenta siempre los modales que me
has inculcado. Pero párate un instante a pensar en el recorrido que
tiene que hacer una molécula de agua antes de ser excretada por tu
uretra. Desmadeja el ovillo desde tu uréter a tu vejiga riñón
sangre, estómago, a tu boca, a ese vaso bonito con relieve comprado
en una tienda de segunda mano, que perteneció antes a una lady de
Sussex, a la esforzada red de saneamiento del lugar donde vives, al
embalse ladera torrente pedazo de peridotita copa de pino metros de
atmósfera cúmulonimbo océano atlántico. Estremece. Orina y oro no
comparten etimología, pero, entre tú y yo: son familia.
Cuando mi feminismo era más
histriónico (todo lo histriónica que puedo ser yo, que pese a las
elecciones de mi corazón, soy más curruca que abejaruco) y a la
vez, o por eso mismo, más sospechoso, solía considerar que mear en
cuclillas era humillante. No sólo la vulnerabilidad de la postura,
sino la orden remota de ocultarse, la exposición de carne vedada, la
oferta casi. Mear en el campo con temperaturas negativas, contra
ventiscas de Antiguo Testamento. Con el cuerpo metido dentro de tres
prendas con cremallera, y el abuso de tener que abrir ca-da u-na de
ellas para poder remeterme el polo dentro de los pantalones. Volvía
de mi escondrijo en esas ocasiones azul y colérica, comprendiendo la
historia entera del patriarcado en la verticalidad libre de lastres
con que mi compañero soltaba su parabólico chorro. Y envidiaba la
manejabilidad de su aparato excretor con una intensidad muy poco
feminista, supongo.
Pero tranquilidad,
compañeros, no es preciso que protejáis vuestras cosas. Yo ya no
codicio nada que no me venga de fábrica. Quizás unas articulaciones
de azor, la piel de un manatí, las pupilas de un gato... ¿Pero una
cánula? No, gracias, no me hace falta. Mear en cuclillas también
tiene sus ventajas.
Apartarme, por ejemplo: con
el tiempo he descubierto sus encantos. Por elección o deriva
profesional, hace mucho que no ando sola por el monte. Mi relación
con la naturaleza ha perdido muchos enteros de intimidad, se ha
laminado. Por eso, aunque tenga extrema confianza con la persona que
me acompaña, busco siempre lugares retirados, no para esconder mis
carnes, que a mí ya plin, casi, sino para abrazarme furtivamente al
aire. La luz se engalana entonces como para una cita. El encuentro
amoroso se dilata. Allí, tras aquella zarza, o allí, en la suite
que forma ese grupete de encinas. Nadie nos ve, aunque se escuchen
voces. Cómo he podido olvidarme tanto.
O también el hecho de
perder mi altura, mi petulante perspectiva Homo. Precisamente
por estar en cuclillas he visto cosas que, siguiendo en pie, no
habría percibido. He descubierto el brillo depravado de un lazo,
huevos caídos de ningún nido, cráneos de tejón y zorro, una
paloma que alguien se había cenado, escarabajos metalizados para
reinas del Antiguo Egipto, luces prodigiosas de verano. Un corzo.
Mirándome. Hace unos cuantos días, mientras estaba meando detrás
de un alcornoque, mis ojos se toparon con una seta impecablemente
amarilla que crecía de los entresijos nunca del todo muertos de un
trozo de rama seca. No la había visto nunca, y me pareció
asombrosa. La red de las energías y las criaturas, ya sabes. No
habría reparado en ella de no haber recortado yo mis centímetros;
si en vez de ir ufana al frente, mi mirada no estuviera caracoleando
distraídamente por el suelo y sus vecindades; si no hubiera parado
justo en aquel punto discreto; si no hubiera interrumpido mi maníaca
marcha.
Dentro de mí tengo también
una voz urgente que me exhorta: “no pares”. Yo acostumbro a
obedecerla cumplidamente, y por eso pararme me ha resultado siempre
un poco humillante. Pobre animal, el humano ávido de camino para
andar y horizonte ahí delante. Estar en cuclillas, desarmada, a mí
ya no me ofende, sino que me acerca más a la tierra. Hay otras voces
aún más antiguas: ven, siéntate aquí, huele lo que no se ve,
toca. Deja que la red te envuelva un poco más descaradamente.
Me duermo imaginando al micelio avanzar, avanzar bajo la hojarasca, conquistar lentamente xilema y corcho, explotar. |
¿Se puede hacer poesía de una meada? Se puede.
ResponderEliminarLa de puntos de vista distintos que puede adquirir uno, incluso miccionando.
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