Breve apunte de un habitual
modus operandi. Lo primero que hago tras sentarme en el sofá
es despojarme de los calcetines. Doblo la pierna izquierda al modo
del escriba sentado y me pongo un par de cojines en el regazo. Sobre
ellos, el portátil. El pie derecho queda en contacto con el mármol.
De vez en cuando cambio el orden de las piernas, porque los flexores
de mi cadera están tensos a nivel norcoreano. Pero si un pie
descalzo no toca el suelo no escribo fácilmente. No es una pose.
Sólo que me gusta tener los pies fríos cuando el resto del cuerpo
se me enciende. Y yo entro en combustión en el proceso de traducir
imágenes mentales dispersas a un texto moderadamente articulado.
Debería tener adosada una placa acumuladora de calor para cuando el
invierno terrorista se decida de una vez a dar hachazos.
Resulta que lo que tendrías
derecho a llamar manía con toda la justificación del mundo podría
ser un primo pobre del earthing. O grounding, que suena
un poco más prosaico. Parece que la tierra virgen, no mancillada por
lo humano, está balsámicamente cargada de unos electrones que, al
envolver los pies desnudos que se reconectan a ella, ablandan y
sosiegan las asperezas de una vida desnaturalizada. Desde luego que
si me venden que la orina de yak cura el maldormir y los
agarrotamientos musculares, yo compro una damajuana de treinta
litros. En lo que toca a ir descalza por los campos, podría además
obviar el leve tufo a superchería sin demasiados remilgos. Mi cuerpo
sabe perfectamente que está mejor sin zapatos.
Y por eso en cuanto puedo me los quito. |
Si no me los quito más a
menudo es porque soy una criatura nacida de un vientre de madre. La
evolución puede haber diseñado esos mecanismos endemoniadamente
prolijos que son los pies para la marcha desnuda sobre suelos más o
menos bendecidos por el humus. Pero a mí me han enseñado a rehuir
toda conducta que pueda dejar huellas sobre unas balsosas recién
fregadas. La infancia personal estigmatiza más que la de la especie.
Y una madre limpia marca más que toda la narrativa empaquetada en
los genes.
Pero mi cuerpo conserva una
sabiduría tozuda, y reivindica que lo atienda. Se irrita cuando me
pongo zapatos que taconean sobre suelos lisos y duros como días sin
recreo. Cuando mi piel no dialoga de tú a tú con el aire
incondicionado. Cuando como croquetas. Cuando llevo más de una hora
sentada. Mi cuerpo sabe sin necesidad de que mi órgano cognitivo le
aporte razones, pero yo me empeño en darle murgas. Y por eso voy y
leo páginas como ésta, con mi usual mezcla, rayana en la
bipolaridad, de fervor y escepticismo. Fervor porque su autor
engatusa seductoramente al animalito salvaje que llevo adentro, que
riego de vez en cuando con sudor y mugre. Escepticismo porque soy
algo así como un lichi: tengo una costra civilizadamente dura
recubriendo mis partes primitivas, jugosas y blancas. Y porque, como
dije ya en el post anterior, reniego de la nostalgia como un
alcohólico en rehabilitación de las peras al vino.
Es que este rebullir
creciente que apuesta por un retorno a la elementalidad de los
cuerpos y las conductas, tal como fueron zoológicamente diseñadas,
me aturde. Porque insiste en la idea perversa de que el ser humano le
ha dado la espalda a la naturaleza y habita en una esfera ajena a la
del resto de criaturas. Y una ciudad podrá ser todo lo hostil que a
tu temperamento bravío le parezca, pero no deja de ser un
ecosistema. El hombre aplasta, arrasa, simplifica y abusa, pervierte
la economía de los ciclos de energía y materia, pero forma parte de
la red de relaciones que conectan todo lo vivo y lo inerte. Con o sin
zapatos, está conectado a la tierra.
Y también sometido a
cambio. Mi cuerpo no es un diseño acabado: tal vez la evolución
puede seguir retocándolo aquí y allá un poco a lo loco,
improvisando, sin necesidad de dejarlo metido en un matraz durante
milenios. Por eso recelo, al mismo tiempo que me prendo, de las
apuestas ancestrales. No estoy dispuesta a creer que el ser humano
sea completamente ese animal descarriado. Que en mí perviva
humillada una Eva incapaz de adaptarse. Que un Edén intacto e
inaccesible me esté reclamando sin descanso. No me da la gana
considerarme una desterrada.
Pero ay, qué gusto, qué
redención, descalzarse.
Creo que una de las cosas que mas me gustaron cuando leí "El Hobbit". Iban descalzos todo el tiempo, tenían pies que se habían adaptado. Purita envidia.
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