domingo, 1 de diciembre de 2019

Las aceras también son naturaleza



Breve apunte de un habitual modus operandi. Lo primero que hago tras sentarme en el sofá es despojarme de los calcetines. Doblo la pierna izquierda al modo del escriba sentado y me pongo un par de cojines en el regazo. Sobre ellos, el portátil. El pie derecho queda en contacto con el mármol. De vez en cuando cambio el orden de las piernas, porque los flexores de mi cadera están tensos a nivel norcoreano. Pero si un pie descalzo no toca el suelo no escribo fácilmente. No es una pose. Sólo que me gusta tener los pies fríos cuando el resto del cuerpo se me enciende. Y yo entro en combustión en el proceso de traducir imágenes mentales dispersas a un texto moderadamente articulado. Debería tener adosada una placa acumuladora de calor para cuando el invierno terrorista se decida de una vez a dar hachazos.

Resulta que lo que tendrías derecho a llamar manía con toda la justificación del mundo podría ser un primo pobre del earthing. O grounding, que suena un poco más prosaico. Parece que la tierra virgen, no mancillada por lo humano, está balsámicamente cargada de unos electrones que, al envolver los pies desnudos que se reconectan a ella, ablandan y sosiegan las asperezas de una vida desnaturalizada. Desde luego que si me venden que la orina de yak cura el maldormir y los agarrotamientos musculares, yo compro una damajuana de treinta litros. En lo que toca a ir descalza por los campos, podría además obviar el leve tufo a superchería sin demasiados remilgos. Mi cuerpo sabe perfectamente que está mejor sin zapatos.

Y por eso en cuanto puedo me los quito.


Si no me los quito más a menudo es porque soy una criatura nacida de un vientre de madre. La evolución puede haber diseñado esos mecanismos endemoniadamente prolijos que son los pies para la marcha desnuda sobre suelos más o menos bendecidos por el humus. Pero a mí me han enseñado a rehuir toda conducta que pueda dejar huellas sobre unas balsosas recién fregadas. La infancia personal estigmatiza más que la de la especie. Y una madre limpia marca más que toda la narrativa empaquetada en los genes.

Pero mi cuerpo conserva una sabiduría tozuda, y reivindica que lo atienda. Se irrita cuando me pongo zapatos que taconean sobre suelos lisos y duros como días sin recreo. Cuando mi piel no dialoga de tú a tú con el aire incondicionado. Cuando como croquetas. Cuando llevo más de una hora sentada. Mi cuerpo sabe sin necesidad de que mi órgano cognitivo le aporte razones, pero yo me empeño en darle murgas. Y por eso voy y leo páginas como ésta, con mi usual mezcla, rayana en la bipolaridad, de fervor y escepticismo. Fervor porque su autor engatusa seductoramente al animalito salvaje que llevo adentro, que riego de vez en cuando con sudor y mugre. Escepticismo porque soy algo así como un lichi: tengo una costra civilizadamente dura recubriendo mis partes primitivas, jugosas y blancas. Y porque, como dije ya en el post anterior, reniego de la nostalgia como un alcohólico en rehabilitación de las peras al vino.

Es que este rebullir creciente que apuesta por un retorno a la elementalidad de los cuerpos y las conductas, tal como fueron zoológicamente diseñadas, me aturde. Porque insiste en la idea perversa de que el ser humano le ha dado la espalda a la naturaleza y habita en una esfera ajena a la del resto de criaturas. Y una ciudad podrá ser todo lo hostil que a tu temperamento bravío le parezca, pero no deja de ser un ecosistema. El hombre aplasta, arrasa, simplifica y abusa, pervierte la economía de los ciclos de energía y materia, pero forma parte de la red de relaciones que conectan todo lo vivo y lo inerte. Con o sin zapatos, está conectado a la tierra.

Y también sometido a cambio. Mi cuerpo no es un diseño acabado: tal vez la evolución puede seguir retocándolo aquí y allá un poco a lo loco, improvisando, sin necesidad de dejarlo metido en un matraz durante milenios. Por eso recelo, al mismo tiempo que me prendo, de las apuestas ancestrales. No estoy dispuesta a creer que el ser humano sea completamente ese animal descarriado. Que en mí perviva humillada una Eva incapaz de adaptarse. Que un Edén intacto e inaccesible me esté reclamando sin descanso. No me da la gana considerarme una desterrada.

Pero ay, qué gusto, qué redención, descalzarse.

1 comentario:

  1. Creo que una de las cosas que mas me gustaron cuando leí "El Hobbit". Iban descalzos todo el tiempo, tenían pies que se habían adaptado. Purita envidia.

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